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La Iglesia y la familia Por John H. Westerhoff

Creo que nunca antes en la historia, los especialistas, los comentaristas y el público en general han tenido opiniones tan divergentes sobre la familia y sobre su estado actual. En efecto, la familia es uno de los temas más delicados que un escritor puede abordar. Pienso que por ello la familia constituye actualmente una de las principales preocupaciones de la iglesia cristiana.

La familia no sólo se ha convertido en un tema corriente en círculos teológicos y en un título en boga en las publicaciones populares, sino que también ha llegado a ser un importante campo de batalla para la especulación de las ciencias sociales.

¿En qué estado se encuentra la familia? ¿Está sana o enferma? ¿Requiere ayuda o no? Las opiniones son diversas y numerosas. Margaret Mead, conocida antropóloga mundial, dijo en una conferencia en la Duke University, poco antes de su muerte, que la supervivencia de la familia norteamericana dependía de su retorno a la comunidad extensa en la que los abuelos, los bisabuelos y otros parientes vivían en estrecha relación con los jóvenes padres. Sostuvo que la familia nuclear es más apta para la migración en las sociedades industriales y urbanas, pero que, cuando llega a su destino, demuestra no ser idónea. Las opiniones de Mead y de otros se apoyan en presupuestos básicos sobre la naturaleza y el carácter de la familia. Cabe recordar al respecto, la tormenta de críticas que estalló luego de la publicación del Informe Moynihan en el que se presentaba a la familia negra como una familia anormal porque difería en algunos aspectos fundamentales de la familia «modelo» norteamericana. Por lo tanto, es prácticamente imposible establecer una definición normativa de la familia, y menos aún llegar a un acuerdo sobre su naturaleza y su finalidad.

Es verdad que algo ha cambiado, pero no por eso debemos pensar que se trata de algo nuevo. Sea cual fuere nuestra concepción de la familia, ésta siempre ha evolucionado. Lo que importa es comprender qué significan esos cambios y cuál sería una respuesta adecuada.

Hay nuevas tendencias en la vida familiar, pero cualquiera de ellas puede modificarse rápidamente. Más y más personas optan por el celibato. Muchas de las personas que se casan terminan separándose. Cada vez menos parejas optan por tener familias numerosas y muchas de ellas deciden no tener hijos. Cada vez más, los adultos, hombres y mujeres, trabajan fuera de casa. Son pocos los parientes que viven cerca unos de otros y muchas las personas que van de un lado para otro. La esperanza de vida es mayor y parece ser que las mujeres viven más años que los hombres. Todo esto entraña un aumento de la cantidad de viudas y de familias con un solo progenitor. Cada vez más, la gente vive en contextos de relación con otras personas y en «comunidades» que no se han concebido como familias. Por ello, los problemas de la familia se han convertido en un tema candente en las iglesias, en tema de predicación para los pastores, en material de estudio para los laicos y en el centro de los programas de la iglesia. Sin embargo, muchas iglesias confiesan que no han sido capaces de concebir o realizar programas que permitan hacer frente a las necesidades de las personas que no forman parte de una «familia tradicional», integrada por la madre, el padre y los hijos viviendo juntos.

¿Dónde radica el problema? Hace unos años, Clarissa W. Atkinson, en ese entonces profesora adjunta de Historia del Cristianismo en la Harvard Divinity School, dio una conferencia sobre el tema: «Las familias norteamericanas y ‘la familia norteamericana’: mitos y realidades». Comenzó diciendo que el mito más difundido e importante en relación con la familia norteamericana es el mito de la caída, que puede resumirse así: Había una vez una familia extensa ideal en la que todas las personas vivían en armonía en un mundo idílico donde todos tenían una tarea específica y sabían lo que se esperaba de cada uno de ellos. Tiempo después, la familia perdió la gracia. Existen otras versiones de la vida familiar antes de la caída pero todas tienen en común que se han formulado a partir de lo que el autor piensa que funciona mal en la familia actual. Sin embargo, la mayoría concuerda en que la caída ocurrió realmente. Unos dicen que la caída de la familia se produjo con la Revolución Industrial y otros con la aparición del movimiento de liberación femenina. Es evidente que para los que creen en esos mitos, la redención de la familia depende de un retorno al tipo de familia antes de la caída. El problema es que como las cosas no son lo que eran «la familia antes de la caída» nunca existió. Atkinson destaca que el análisis de la historia revela que esa familia ideal nunca existió, ni existió una época en la que la vida de las personas y las relaciones familiares eran estables y armoniosas, en la que las familias con la ayuda de la iglesia y del Estado criaban a sus hijos para que fueran adultos felices y honrados, que se casaban y vivían en familias ideales.

De hecho, en la corta historia de los Estados Unidos, ha habido tres cambios importantes en la vida familiar, aunque no tan espectaculares como los que se produjeron en la larga historia de la humanidad. A lo largo del siglo xviii, el pueblo estadounidense, cualquiera que fuera su origen cultural, creía en la imagen puritana de la familia como pequeña iglesia y comunidad, la cual, como parte de la comunidad más amplia, tenía los mismos objetivos y las mismas aspiraciones de la sociedad.

Mas tarde, a principios del siglo xix, se produjo un vuelco enorme y la familia pasó a ser una entidad aparte, definiéndose a sí misma, parcialmente, en contra de la sociedad. La nueva familia se convirtió en una familia de refugio, un baluarte de paz, de reposo, de orden y de profundo amor de unos para con otros. De conformidad con una nueva y clara delimitación de los papeles y las responsabilidades, los maridos trabajaban en un mundo regido por determinados valores, mientras que las mujeres y los niños vivían en otro mundo a salvo de las presiones, las tentaciones y los males del mundo exterior. En este hogar, el hombre se refugiaba para recuperarse y renovarse. Tanto en el mito como en la realidad, la familia puritana en comunidad dio paso a la familia victoriana de refugio. El siglo xx supuso un cambio aún más radical en la historia de la familia de esta región. Una vez más, el mito de la familia estable y perdurable perdió sentido, y nos hemos visto obligados a enfrentarnos con una nueva realidad tal como lo hicieron otros tantas veces en el pasado. Pero al igual que en otras épocas, algunas personas no son capaces de enfrentarse con la realidad del cambio histórico y la falsedad del mito de la caída de la familia eterna a la que debemos retornar. Sin embargo, ya no podemos regresar a casa. En realidad, no hay tal casa a la que podamos regresar.

Lo que nos hace falta hoy es una mirada atenta a nuestra situación actual y una respuesta imaginativa. Humildemente, quiero intentar esa exploración radical y esa respuesta imaginativa. Reconozco que la tesis que formulo en este ensayo es controvertida. Consciente de sus ramificaciones, la presento sólo como base para un diálogo creativo. Lamentablemente, demasiada gente pasa de una conciencia empírica a una respuesta de «sentido común». Un enfoque más sabio, aunque más exigente, sería pasar de esa conciencia empírica a un empleo de la imaginación que permita atacar las nociones preconcebidas, para luego poder aplicar la razón poniendo a prueba nuestras diversas imágenes, y elaborar una respuesta moral consciente. El propósito de este ensayo es iniciar ese proceso sobre la cuestión de la iglesia y la familia con la esperanza de que aporte la comprensión y el esclarecimiento necesarios para una vida fiel y verdadera en el próximo decenio.

Mi tesis es la siguiente: Mientras la «familia cultural» y la iglesia existan como instituciones sociales separadas, junto a muchas otras, la vida contemporánea sólo podrá construirse y vivirse como plenamente humana en el contexto de una comunidad de fe, de una «familia de fe» que transforme la naturaleza y el propósito de la iglesia institucional y que reúna mediante una relación de pacto las diversas unidades familiares en las que viven las personas.

Tres presupuestos fundamentan esta tesis: En primer lugar, la «familia cultural», tal como la conocemos hoy en día, no es adecuada para promover una vida humana significativa y eficaz. Más aún, no es sensato creer que podemos humanizar la «familia cultural» para que llegue a ser una unidad básica adecuada de vida humana. En segundo lugar, lo mismo puede decirse de nuestras instituciones políticas, sociales y económicas. De hecho, es imposible que consigamos humanizar en forma adecuada nuestras escuelas, hospitales, centros de servicio social, los negocios y las industrias para que lleguen a ser centros en los que se promueve y consolida una vida humana plena. Y, en tercer lugar, la iglesia tal como la conocemos hoy, por más poco idónea que sea, puede y debe reformarse a fin de que llegue a ser un instrumento fundamental para la humanización de toda la vida.

La familia

El primer problema que debemos plantearnos es el siguiente: el término «familia» es tan común y la realidad a la que apunta tan vinculada a nuestro diario vivir que creemos no sólo que su sentido es obvio, sino que sabemos de qué se trata. Sin embargo, aunque algunos especialistas aparentemente estén de acuerdo en la naturaleza de la familia, yo pienso que la familia es la más desconcertante de todas nuestras instituciones sociales. A mi modo de ver, la familia nuclear no es normativa, ni histórica ni transculturalmente. Tampoco constituye el grupo más importante para una vida humana plena.

La familia es una configuración relativa, determinada de un punto de vista cultural e histórico, que presenta innumerables variantes. A través de la historia, lo que denomino «familia cultural» se ha ido transformando para poder adaptarse a los diversos cambios de la realidad social, aunque no en forma progresiva.

Hoy somos testigos de una continua transformación de la familia. Estos cambios no son en sí mismos ni buenos ni malos, pero al igual que en toda otra realidad social, son ocasiones tanto para el bien como para el mal. Por supuesto, no se puede identificar a la familia cristiana con ningún modelo social particular. Existen numerosas relaciones familiares que constituyen los marcos en los que las personas optan por vivir como creyentes en Cristo y como miembros de su iglesia. Hay familias extensas, familiares nucleares, familias con un solo progenitor y familias sin hijos, entre otras.

Se han escrito muchos libros sobre la «familia cristiana». La mayoría de los autores parecen creer que la familia cristiana está estructurada de una manera específica al menos idealmente, y que en ese marco tanto hombres como mujeres desempeñan determinadas tareas bien definidas. Dichos escritores tienden a su vez a lamentar la desintegración de la familia contemporánea con sus cambiantes estructuras y papeles. A diferencia de estos escritores, afirmo categóricamente que una familia cristiana no tiene nada que ver con estructuras ni con papeles sino con la calidad de la vida en común, una calidad de vida que puede tener formas diferentes y en la que las personas pueden desempeñar funciones diferentes.

Desde una perspectiva histórica, la familia siempre está cambiando. Dicho esto, no ganamos nada con imaginar la «familia perfecta» o una «familia cristiana» con determinadas características externas. No es necesariamente lo más saludable ni mucho mejor lo que mucha gente llama «familia normal», es decir, una familia integrada por la madre, el padre y los hijos viviendo bajo el mismo techo, en la que el padre como jefe de familia trabaja fuera de casa y la madre como ama de casa se ocupa sobre todo de la educación de los hijos.

Hay muchos tipos posibles de relaciones familiares sanas entre cristianos. ¿Quiénes forman parte de una familia?, ¿cómo se estructura esa unidad social? y ¿qué papel desempeña cada miembro de la familia? son todas preguntas que pueden tener tantas respuestas como sea posible imaginar. ¿Cuánto tiempo viven los hijos con los padres en casa?, ¿cuánta atención dedica un padre a sus hijos pequeños?, ¿en qué trabajan las madres fuera de casa?, ¿es o no la voluntad de Dios que una pareja tenga hijos? y ¿está una persona llamada a casarse y otra a quedarse soltera? son interrogantes que pueden tener diversas respuestas cristianas.

Por supuesto, la familia cristiana no puede identificarse con un determinado modelo de familia. Que sea o no cristiana depende de la fe de sus miembros y del tipo de vida que llevan, y no de sus estructuras, ni de los papeles o las funciones que desempeñan sus miembros. No resulta lógico concluir, como lo han hecho otros, que la familia cristiana ideal es el núcleo familiar con papeles sexuales bien definidos.

La familia nuclear, sea que sus miembros confiesen a Jesús como Señor, o no, no puede constituir nunca el contexto idóneo para la humanización de la vida; por más que una familia nuclear esté constituida por cristianos, nunca podrá ser una configuración adecuada para la vida cristiana. Soy tajante en esta afirmación puesto que creo que, para que una familia sea cristiana, tiene que compartir su vida en una comunidad de fe cristiana.

Una familia cristiana está constituida por cristianos. Ahora bien, cristianos son las personas bautizadas y adoptadas por una comunidad de fe (la iglesia, o «la familia de fe», término que me resulta más adecuado) con la que comparten su vida. La clave para una vida cristiana es la vida en la iglesia, entendida como «familia de fe».

Observemos la sagrada familia que para algunos, por más extraño que parezca, es un modelo de vida familiar. Desde el principio, Jesús se negó a aceptar obligaciones básicas para con su «familia cultural» y se comprometió sin reservas con su «familia de fe». Aunque creció en una «familia cultural», fue poco lo que Jesús dijo sobre la vida de la «familia cultural». La afirmación más clara que tenemos sobre la actitud de Jesús ante las relaciones familiares es un pasaje en el Evangelio de Marcos (3:31–35). Rodeado de seguidores, acosado por la crítica y entonces perseguido por su madre asustada y por los desconcertados miembros de su familia, Jesús responde a la pregunta «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?», diciendo «¡son aquellos que hacen la voluntad de Dios!» El lazo que los unía se estiró al punto de romperse cuando Jesús anunció que, a partir de ese momento, el parentesco ya no se definiría biológicamente. Jesús consideraba miembros de su familia a los que compartían su visión y actuaban consecuentemente. No excluyó de este nuevo grupo a los miembros de su «familia cultural», pero tampoco quedaron necesariamente incluidos. Según Mateo, Jesús fue aún más radical. En el capítulo 10, Jesús habla de dividir a las «familias culturales» en nombre de las «familias de fe» (Mt. 10:34–37). Sin embargo, Jesús nunca condenó a la familia como institución ni tampoco dijo que vivir en una «familia cultural» no era parte de la voluntad de Dios para la humanidad. Para Jesús, el celibato es tan sagrado como el matrimonio: uno y otro son vocaciones, y los dos requieren una vida, activa en la iglesia. Jesús simplemente coloca a la «familia de fe» en primer lugar, y dice que aquellos que renuncien a los lazos de la familia tradicional pasarán a formar parte de una nueva familia, definitivamente más importante, en la que podrán vivir y crecer.

Asimismo, cabe recordar que la primera gran crisis en la vida de la iglesia cristiana estaba relacionada con el parentesco biológico. Pablo luchó toda su vida para convencer a los judíos cristianos de que la promesa de Dios a Abraham no se heredaba por consanguinidad sino por medio de una fe radical en la muerte y la resurrección de Jesús. El futuro de la iglesia dependía de que se alterasen, es decir, se ampliasen y se extendiesen tanto la noción de parentesco como las relaciones de pacto. Al mismo tiempo que mostraba una profunda preocupación por la «familia cultural», con actos como el bautismo de todos los miembros de la familia, la iglesia se definió a sí misma como la familia de Dios y pidió a sus fieles que asumiesen un compromiso de índole familiar.

Por un lado, una comunidad de fe se opone a la intrusión de todas las instituciones políticas, sociales y económicas, objetivas y organizadas, que inevitablemente menoscaban la tradición y las peculiaridades para asimilar a las personas en la sociedad. Por otro lado, una comunidad de fe se opone al desordenado individualismo y a la intimidad de la familia que procuran, inevitablemente, la emancipación de las personas para que puedan tomar decisiones individuales y escoger destinos individuales. En contra de las instituciones políticas, sociales y económicas, la comunidad de fe proclama una identidad comunitaria, personal y particular. Contra el individualismo y la vida familiar privatizada, afirma que no somos personas aisladas y que la «familia cultural» necesita diversificar sus relaciones para ser saludable. Una comunidad de fe es una familia de pacto, que se niega a ser una institución pública para apoyar la religión cultural, o un club o asociación voluntaria que existe única y exclusivamente para satisfacer las necesidades de sus miembros.

La Biblia es testigo de la tensión entre la «familia cultural» y la «familia de fe». Aunque las gentes de la Biblia vivían en «familias culturales» muy diferentes tuvieron como preocupación fundamental el integrarse a un tipo particular de familia creada por Dios. En la Biblia hebrea, Israel no es una «familia cultural» ni un grupo étnico; no forma parte de ningún grupo natural que pueda explicar su existencia. Es un novum en la historia de las familias porque Israel se formó como respuesta a la exhortación de Dios a su pueblo de que abandonase sus «familias culturales» para constituir la nueva familia, la familia de Dios. Más aún, en la Biblia hebrea se afirma que la vida en esta «familia de fe» se convierte en la fuente de verdadera vida humana y como tal en un medio de vida para la «familia cultural». El mensaje de las Escrituras cristianas no es fundamentalmente diferente.

Los que siguieron el Evangelio eran miembros de «familias culturales». Sin embargo, Jesús los exhortó a dejar sus «familias culturales» para integrarse a una nueva familia, una familia que no puede identificarse por genealogía ni por pertenencia a un clan, sino por ese extraño pacto que Dios establece con ellos. Esta nueva familia era considerada la casa de Dios y, según esta concepción, era la familia a través de la cual todas las demás familias recibían su bendición.

Es necesario examinar más detenidamente la transformación de la noción de familia teniendo en cuenta el carácter revolucionario del Evangelio, pero antes es importante analizar la historia de la «familia cultural». La historia nos enseña que los seres humanos en las diferentes culturas no han vivido ni en familias nucleares ni en familias extensas, sino, más bien, en unidades sociales mejor entendidas como tribus. En realidad, la unidad social básica de vida humana, a mi modo de ver, es la «familia tribal». Las «familias tribales», formadas por grupos de personas que vivían en un mismo lugar o, por razones prácticas, bajo un mismo techo, por grupos genealógicos, por grupos con relaciones de parentesco o de asociación, o por grupos de personas con los mismos intereses y obligaciones, constituían la unidad básica de vida humana.

A pesar de que en la antigüedad encontramos núcleos familiares, sería un grave error no reconocer que la tribu era la unidad social básica. Esto era verdad en el mundo de la religión bíblica donde la tribu era la unidad básica de significado que determinaba y definía la realidad. Cuando en las Escrituras hebreas se habla de familia está refiriéndose a la «familia tribal», que incluía al esposo, a sus esposas y a sus hijos, a sus concubinas y a sus hijos, a sus hijos y a sus hijas políticas, y a los hijos de éstos, a los esclavos de ambos sexos y a sus hijos, a las personas a cargo tales como los huérfanos, las viudas y los hijos ilegítimos, a los extraños tales como el forastero que pasaba por allí y todo el pueblo marginado que prefería vivir con ellos. Sin embargo, cuando la vida humana se volvió más compleja, la «familia tribal» tuvo que dividirse, por necesidad, pero muy acertadamente, en una institución principal conocida como la «familia extensa» y en varias instituciones sociales secundarias. Mientras se caracterice esta primera «familia cultural» como una «familia extensa» puede dar lugar a interpretaciones equivocadas ya que esa expresión implica que la «familia nuclear» es normativa y que la «familia extensa» está integrada por diversas «familias nucleares». De hecho, la «familia nuclear» es una familia restringida, una adaptación tardía de la «familia extensa» que a su vez fue una adaptación de la «familia tribal». La llamada «familia extensa» estaba conformada por tres o más generaciones que convivían juntas y que actuaban los unos por el bien de los otros o, simplemente, por un grupo de parentesco que vivía bajo el mismo techo. El Estado asumió la responsabilidad por los que no vivían en esas «familias extensas» y se encargó de promover la armonía entre las diversas unidades familiares.

Un análisis funcional pone en evidencia que la «familia tribal» asumió cinco funciones importantes: 1) la reproducción, por medio de la cual la tribu sustituía a los que morían y se perpetuaba; 2) la educación, por medio de la cual era posible conservar y transmitir las creencias y la forma de vida de la tribu, así como las aptitudes necesarias para su supervivencia; 3) la seguridad, que proporcionaba los medios para proteger a sus miembros de desastres, de ataques externos, de enfermedades y de flaquezas; 4) la cooperación, que promovía los medios de producción básicos y una división necesaria del trabajo para responder a las necesidades de supervivencia tales como la vivienda, la ropa y la comida; y 5) el apoyo, que permitía responder a las diversas necesidades psicosociales del ser humano, tales como una relación íntima.

Más tarde, la «familia extensa» adoptó, al menos parcialmente, la mayoría de esas funciones. Con el advenimiento de la pujante economía industrial y de una nueva sociedad urbana móvil, surgió la «familia nuclear» y, entonces, una buena parte de esas funciones pasaron a cargo del Estado, de sus instituciones o de asociaciones voluntarias. Como resultado, se fundaron muchas instituciones políticas, sociales y económicas. Actualmente, esas instituciones secundarias asumen importantes aspectos de las funciones sociales de las familias, exceptuando la función de procreación. La educación de los hijos está a cargo, en forma creciente, de guarderías, jardines de infantes, escuelas, y de los medios de comunicación. De la seguridad se encargan las compañías de seguro, los centros para ancianos, los cuerpos de bomberos y de policía, y los hospitales. El comercio y la industria han asumido las funciones de cooperación en relación con las necesidades de supervivencia como la alimentación, el vestido y la vivienda así como con una necesaria división del trabajo. Aunque la familia continúa siendo la principal fuente de apoyo, observamos una importancia creciente en ese sentido de los clubes, las asociaciones voluntarias, los terapeutas profesionales y los consejeros.

Lentamente, está despojándose a la «familia cultural» contemporánea de todas sus posibles funciones, y hasta la procreación se considera como algo facultativo y no como algo esencial para la vida familiar o para la supervivencia del grupo. En consecuencia, no sólo ha cambiado radicalmente el lugar que ocupaba la familia, sino también su imagen y las expectativas que suscita en la sociedad. A lo largo de nuestra vida, hemos presenciado una profunda transformación en la vida familiar. En ninguna otra época, el orden social se ha organizado o ha funcionado como ahora. Somos las primeras personas que tratamos de vivir y de mantener la vida dentro de las estructuras sociales que nosotros mismos hemos creados.

No quiero que me entiendan mal. La «familia cultural» no está en vías de extinción, ni la «familia nuclear» se encuentra fuera de moda, ni tampoco las diversas unidades familiares en las que vive la gente han perdido su valor. La «familia cultural» sigue desempeñando un papel fundamental en el orden social. Continúa influyendo de modo significativo en la vida de sus miembros. Pero esa influencia ha cambiado. La familia es actualmente una unidad social dependiente de consumo y no una unidad independiente de producción. El Estado ha ido asumiendo la función de educar a los hijos, que estaba tradicionalmente reservada a la familia. La gente vive más años y son cada vez más numerosas las personas que optan por el celibato. Por otra parte, la unidad familiar se hace cada vez más pequeña debido a que las generaciones viven cada una por su lado y a que más y más personan optan por no tener hijos. La familia es más dependiente de las instituciones políticas, sociales y económicas de la sociedad, y menos dependiente de sus propios miembros. Los matrimonios son cada vez más una sociedad de personas en pie de igualdad que vive sea en una relación de independencia sea en una relación de mutua satisfacción. Más y más personas viven en pareja sin estar casadas, tanto en relaciones homosexuales como heterosexuales, y hay cada vez más divorcios. Si bien estas tendencias pueden persistir o desaparecer, siempre existirá una forma de «familia cultural» que desempeñará un papel importante para la vida de algunas personas.

Al mismo tiempo, el gobierno y sus instituciones políticas, sociales y económicas están cambiando también en forma radical. Las instituciones son cada vez más grandes e impersonales, y más competitivas, especializadas, burocráticas y desvinculadas de la gente. Creadas para servir a las fuerzas humanizadoras en la sociedad, tienden a transformarse en estructuras enajenantes con programas que deshumanizan. Algunos dirigentes gubernamentales preconizan el cambio de esta tendencia. Aunque nosotros esperamos en general demasiado de las instituciones políticas, sociales y económicas, tampoco podemos hacer recaer toda la responsabilidad de la vida humana en el sector privado. Los servicios gubernamentales son fundamentales para la vida moderna y pueden, o mejor, deben, contribuir significativamente a la justicia y a la humanización de la vida. Sin embargo, no pueden reemplazar otras unidades sociales o asumir en forma satisfactoria todas las responsabilidades funcionales de la «familia tribal».

Las respuestas a esa situación actual de la familia son múltiples. Algunos añoran el pasado tratando de recrear la «familia cultural» tradicional (de alguna forma imaginaria); pero, como ya dijimos, no es posible «volver a casa». Otros se esfuerzan por recrear la «familia tribal» mediante la formación de comunas, pero, a menos que consigamos volver hacia atrás en la historia, la vida comunal no representa actualmente una opción para la sociedad norteamericana en general. Otros desean reformar la «familia nuclear» estimulándola o ayudándola a ser más eficaz en relación con la necesidad de una vida más humana en la sociedad. En realidad, la «familia nuclear» necesita más ayuda que estímulo para ayudar. Otros intentan reformar nuestras instituciones políticas, sociales y económicas y tratan de humanizar nuestras escuelas, hospitales y organismos gubernamentales, así como el comercio y la industria, creyendo que de ese modo nuestra vida será más humana, pero los esfuerzos parecen ser inútiles y hasta contraproducentes.

Aunque la «familia cultural» típica (la familia nuclear), se adapte a nuestra era contemporánea, nunca podrá ser una unidad social completamente saludable e idónea para la vida humana. Tampoco pueden serlo las instituciones sociales, políticas y económicas que hemos creado para respaldar a la familia y satisfacer las necesidades humanas. Los intentos de reformar y humanizar la «familia cultural» o el Estado y sus instituciones, por muy importantes y necesarios que sean, nunca podrán ser adecuados o suficientes. Ninguna institución ni la «familia cultural» y el Estado juntos podrán hacer frente satisfactoriamente a las necesidades y los problemas humanos que se derivan de la creación de una sociedad urbana, industrial, en la que las comunicaciones desempeñan un papel muy importante.

Sostengo que todos estos esfuerzos, por más dignos de elogio que sean, son, en última instancia, ineficaces dado que no podemos volver a la «familia tribal» ni tampoco humanizar la actual estructura de nuestras instituciones sociales. Se necesita una tercera alternativa y a ella me vuelco.

La Iglesia

La respuesta a nuestro problema actual debe encontrarse en lo que llamo comunidades de base o comunidades intermedias, es decir, comunidades parecidas a la familia, que existen entre la «familia cultural» y el Estado con sus instituciones. Creo que estas comunidades de base, de unos doscientos a cuatrocientos miembros, deben considerarse «familias de fe». En otras palabras, sugiero que las comunidades religiosas (la iglesia para los cristianos) se conviertan en la unidad central más importante de la vida social, es decir, en la unidad social fundamental de nuestra cultura moderna. Pienso que sólo entonces conseguiremos humanizar las «familias culturales» y las instituciones sociales. Por lo tanto, la cuestión para la iglesia no es cómo humanizar o ayudar a la familia y al Estado a ser humanos, sino cómo reformar su vida para que se convierta en una «comunidad de fe» para la humanización de las personas y de la vida social.

Por supuesto, nuestra primera dificultad es que no consideramos a la iglesia como una comunidad de fe. Para la mayoría, la iglesia es una asociación voluntaria como muchas otras, uno de los tantos clubes o instituciones sociales a los que pertenecen. Yo, en cambio, estoy describiendo a la iglesia como una «familia de la fe» y atribuyéndole las características de una comunidad de base que se situaría entre la «familia» y la sociedad, y que promovería y consolidaría una vida plenamente humana en nuestra época.

A menudo pensamos en la vida cristiana desde una perspectiva individualista o, en el mejor de los casos, desde la perspectiva de su organización, pero rara vez desde una perspectiva comunitaria. No es fácil comprender la naturaleza esencial de una comunidad religiosa en un continente en el que los evangelistas se afanan por ganar almas para Cristo, pero rara vez para Cristo y su iglesia; donde el bautismo se entiende como un llamado a la salvación individual y no como una incorporación en una familia; donde la eucaristía se considera como el alimento espiritual de cada uno, en vez de una cena de acción de gracias colectiva; donde se cree que la iglesia es una asociación voluntaria a la que pertenecemos por decisión personal y de la cual nos retiramos por voluntad propia, en vez de una relación eterna establecida por Dios, y que nos une para que seamos signos y testimonio del reino de Dios en la historia humana.

En su libro Christianity Rediscovered, el Padre Vincent Donovan, misionero en África Oriental, habla de su redescubrimiento de la naturaleza comunitaria de la fe cristiana. Había llegado al término de un año de evangelización en una comunidad masai y estaba examinando a cada uno de los candidatos al bautismo con uno de los dirigentes de la tribu. Explicó al anciano que estaba descartando a los que no tenían instrucción, a los que no entendían o no creían y a aquellos cuya vida no evidenciaba cambio alguno. El anciano lo interrumpió y le dijo:

Padri, ¿porqué tratas de dividirnos y de separarnos? Claro que esos son los perezosos, pero contarán con la ayuda de los más enérgicos; es verdad, esos otros son los tontos pero tendrán la ayuda de los inteligentes; sí, esos son los de poca fe y su vida no ha cambiado, pero serán apoyados por los que tienen más fe y por aquellos cuya vida ha sido transformada. Padri, desde el primer día, yo he intercedido por ellos. Hoy, puedo decir por ellos que hemos llegado a un estado en el que podemos decir: «Creemos».

¡Creemos! ¡Fe comunitaria! El Padre Donovan confiesa que el comentario del anciano le hizo recordar la liturgia del bautismo de los niños en la que la primera pregunta es: «¿Qué esperan ustedes de la iglesia?» Y la respuesta de los padres y los padrinos es «¡Fe!». Eso es lo que el niño pide de la iglesia: fe; que la fe de la comunidad se convierta en su fe. Así que se volvió al anciano y le dijo: «Discúlpame. A veces soy duro de entendederas. ‘Creemos’. ¡Claro que creen! ¡Bautizaremos a toda la comunidad!»

No hay ningún peligro de que estos nuevos cristianos masai confundan la fe cristiana con la vida individualista o con una organización institucional. Necesitamos aprender de ellos y recuperar el significado de la iglesia como comunidad, como «familia de fe». Una «comunidad de fe» influye en todos los aspectos de la vida: la personalidad como un todo participa en la vida del grupo; se estimulan las relaciones de amistad y se comparten las emociones profundas; el comportamiento está regulado por la costumbre; no hay límites para las obligaciones de una persona hacia el grupo y sus miembros, salvo los límites del amor, y las bases del valor de una persona sólo se encuentran en el ser de cada uno.

De nada sirve ni es una prueba de fidelidad estar comprometido únicamente con la reforma de «familias culturales» o de nuestras instituciones políticas, sociales y económicas, y dejar a un lado la necesidad más importante: reformar la iglesia. Sólo cuando la iglesia se convierta en una «familia de fe», podrá contribuir a la salud de la sociedad con sus instituciones, y a cualquier expresión de «familia cultural» en la que decidamos vivir.

Cualquier comunidad es, en última instancia, un don. Sin embargo, una comunidad de fe tiene además cuatro características que van más allá de su gemeinschaft, de su sentido de vida común, y que pueden fomentarse. La primera es una memoria común. Es interesante señalar que en las tablas de la ley, que representan los Diez Mandamientos, un lado apunta simbólicamente a nuestra relación con Dios y el otro, a nuestras relaciones con nuestros semejantes. Los judíos (contrariamente a los cristianos) ponen cinco mandamientos en cada lado. Para los judíos, el mandamiento «Honra a tu padre y a tu madre» está en el lado que se refiere a nuestra relación con Dios y para los cristianos, en el lado referente a nuestra relación con nuestro prójimo. Mientras que los cristianos interpretan generalmente ese mandamiento como refiriéndose a las relaciones humanas, los judíos lo entienden como relacionado con la consideración y el respeto que debemos a todos los ancianos, ya que ellos guardan la memoria de lo que somos. Es fundamental que compartamos una historia sagrada común que explique el significado y el sentido de la vida, y que la transmitamos a las generaciones venideras y a los «forasteros» que alberguemos. A menos que esta historia compartida esté viva entre nosotros, el don de comunidad permanecerá inasequible, y «la familia de fe» no podrá establecerse.

La segunda característica es una visión común. No sólo necesitamos un compromiso con un entendimiento común del pasado, sino también un compromiso con un futuro común deseado y anticipado. Necesitamos visiones pues donde se comparte una visión, se vuelve posible el don de comunidad.

La tercera característica es una autoridad común. Una comunidad, por ejemplo, necesita normas éticas de vida humana que todos aceptan y principios que pueden alegarse cuando es necesario zanjar las discrepancias entre las exigencias de las normas generales y las particularidades de la toma de decisiones morales. En la base de las normas éticas y los principios necesarios para la toma de decisiones morales y su puesta en práctica, así como de otros aspectos de la vida comunitaria, hay una autoridad común, una autoridad en la que todos se apoyan y que hace posible la comunidad aun cuando existan diferencias radicales de opinión sobre las creencias, las actitudes, los valores y los comportamientos. Dame Julian de Norwich dijo que existe una triple autoridad para los cristianos: las enseñanzas comunes de la iglesia (las Escrituras así como una tradición viva de interpretación), la razón natural y la acción del Espíritu Santo en nosotros otorgándonos la gracia. Otros han entendido la autoridad de manera diferente. Sin embargo, la comunidad no puede existir sin un acuerdo sobre la autoridad y un compromiso para acatarla. Sin una autoridad común, no hay nada que nos una o nos ayude en nuestra vida comunitaria.

La última característica es la más importante ya que abarca las otras: los rituales comunes. Los rituales son los actos simbólicos y recurrentes de una comunidad por medio de los cuales se expresan su memoria y su visión, y nos proporcionan una autoridad funcional.

Nuestros rituales son el centro de la vida humana y unen el pasado, el presente y el futuro. Sin rituales significativos y elocuentes, la vida diaria no puede llegar a ser plenamente humana ni mantenerse como tal. Al humanizar los rituales se humaniza toda la vida. Cuando no nos sentimos cómodos participando en los rituales de un grupo, no nos sentimos a gusto en el grupo, y si no participamos en un grupo cuyos rituales son significativos para nosotros, no nos sentimos a gusto en el mundo. Los rituales contradictorios conducen a la enajenación, y los rituales sin sentido a la deshumanización. Por otro lado, los rituales significativos comunes conllevan el don de la comunidad. Por ello, cada cambio importante en la historia de la iglesia se caracteriza por una reforma litúrgica. La iglesia necesita ante todo reformar sus liturgias creando un contexto en el que la gente adquiera, mantenga y profundice su fe cristiana, entendida ésta como una percepción particular de la vida y de la vida de sus miembros. La iglesia debe ofrecer rituales comunes y significativos que manifiesten una memoria común, una visión y una autoridad, y que den lugar a una vida solidaria y fraterna. Sólo así, podrá ser realidad ese don de la comunidad que requiere la «familia de fe».

La iglesia es una asociación humana con características propias. No es un grupo «natural» como una «familia cultural»; no es un grupo basado en intereses comunes como un club; ni tampoco es una sociedad anónima. La iglesia es la ekklesia de Dios, un grupo de personas llamadas a ser algo y a hacer algo juntos por el bien de cada uno; es una comunidad del pacto como las tribus del Israel antiguo.

No podemos ser cristianos por nosotros mismos. No podemos ser cristianos si limitamos nuestras vidas a la participación en una o en las dos entidades de nuestro tiempo: la «familia cultural» y las instituciones políticas, sociales y económicas. Sólo podemos ser cristianos en la iglesia. Tal vez sea necesario recordar que el matrimonio «significa para nosotros, el misterio de la unión de Cristo con su iglesia» y no que la iglesia equivale a la unión de marido y mujer. Sólo a partir de nuestra vida en la iglesia podemos ser cristianos individualmente, en la «familia cultural» o en la sociedad.

Consideremos por un momento las funciones que hemos determinado como parte de la «familia tribal»: la reproducción, la educación, la seguridad, la cooperación y el apoyo. Imaginemos cómo se manifestarían en una «familia de fe». No debería ser difícil si recordamos la descripción de la iglesia primitiva en los Hechos de los Apóstoles:

Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común. Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección de Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos. Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad (4:32–35).

Reproducción: La cuestión de la procreación siempre ha sido una de las preocupaciones de la comunidad de fe, y sigue siendo una de las razones que justifican la celebración y la bendición del matrimonio. Como consta en la liturgia de casamiento de la Iglesia Episcopal:

Dios quiere que la unión de marido y mujer con el corazón, el cuerpo y el espíritu sea para alegría mutua, ayuda y consuelo en la prosperidad y la adversidad, y, cuando sea la voluntad de Dios, para procrear hijos y educarlos en el conocimiento y el amor del Señor.

Sin embargo, la procreación es un término que también debe aplicarse al nuevo nacimiento en el bautismo, y examinarse a la luz de la misión de evangelización de la Iglesia: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes». Así pues, el concepto de procreación se refiere tanto al nacimiento como al bautismo (nuevo nacimiento) de los niños cuyos padres han sido bautizados y al nuevo nacimiento de los adultos en el bautismo. Con ese nuevo nacimiento y la adopción de las personas en su seno, la «familia de fe» se mantiene viva y saludable.

Educación: Aunque históricamente la educación siempre haya sido una preocupación de la Iglesia, últimamente se la ha limitado a la instrucción religiosa impartida en las escuelas de la iglesia. En el hogar, la educación, la crianza de los hijos, raramente se entiende como instrucción escolar; tampoco debe entenderse así en la iglesia. La educación en una «familia de fe» tiene más bien el significado de catequesis o de inculturación deliberada para adaptarse a las concepciones y las formas de vida de la familia. En este sentido, esa catequesis o educación se lleva a cabo mediante experiencias de participación concreta en la vida de la comunidad, especialmente en sus rituales, y mediante un análisis de esas experiencias. Para pensar en la educación como función de la «familia de fe» puede ser útil tomar como modelo la educación en la «familia tribal» y permitir que nuestra imaginación sea fecunda en concebir nuevas formas de adquirir la fe, de mantenerla y de profundizarla, y de ayudar a las gentes a vivir en el bautismo para poder cumplir su vocación.

Seguridad: La iglesia siempre ha sabido que es responsable de la vida de la gente. La historia nos enseña que la iglesia ha construido y administrado hospitales, escuelas y otras instituciones. Sin embargo, al igual que la familia, la Iglesia fue delegando, poco a poco, esas funciones al Estado. En la actualidad, una «familia de fe» necesita practicar, de dos formas diferentes, su función de dar seguridad: en primer lugar, y es la forma más radical, la «familia de fe» necesita poseer medios económicos suficientes como para dar apoyo a sus miembros cuando pierden su fuente de ingresos porque han actuado en nombre de la justicia social o se han comprometido en actividades impopulares que tenían por objeto humanizar la vida. En segundo lugar, es necesario recordar que la «familia de fe» debe vivir para los otros, especialmente para los que sufren a causa de las fuerzas deshumanizantes que hemos creado en nuestra sociedad. Las necesidades son evidentes: ollas populares para las personas que viven en la calle, cuartos para hospedar a los padres cuyos hijos están en hospitales lejos de sus hogares, un refugio para los alcohólicos, y muchas más. Es importante que una «familia de fe», que está llamada a ser señal y a dar testimonio de la buena nueva del reino de Dios, se ocupe de los desamparados y esté al servicio de la necesidad de una vida más humana para todos.

Cooperación: En el pasado, la cooperación en la iglesia se llevaba a cabo generalmente mediante grupos de hombres y de mujeres, por separado, que estaban al servicio de las necesidades de la institución. La sociedad femenina era la principal encargada de obtener fondos para la misión, y de organizar las cenas de la iglesia, mientras que la liga de hombres se ocupaba de mantener el templo en buen estado de conservación. Además, durante el culto, los hombres se encargaban de ubicar a los fieles en los bancos y la sociedad de mujeres, de los arreglos florales en el altar. En una «familia de fe» actual la cooperación adopta una forma radicalmente diferente con dos aspectos principales: el primero es el reconocimiento de la índole comunitaria de la «familia de fe» y la afirmación de las necesidades y los dones de cada uno de sus miembros. El resultado es, a veces, la organización de guarderías dirigidas por hombres y mujeres jubilados para ayudar durante el día a los padres que desean trabajar o no pueden ocuparse de sus hijos. El segundo aspecto implica la necesidad de abandonar las estructuras tradicionales de la iglesia y la participación en programas que permitan construir la vida de la congregación sobre la base de las necesidades y los dones particulares de sus miembros que juntos forman un todo y aportan una vida plena unos a otros.

Apoyo: En nuestros días, entre las necesidades más importantes están la de vivir en comunidad, en intimidad, y la de compartir profundamente las tragedias y las bendiciones de la vida, así como, complementariamente, la necesidad de que la soledad o el silencio tengan sentido. Las grandes iglesias institucionales tienden a preocuparse exactamente por lo contrario, y parecería que no somos capaces de imaginar o de construir pequeñas congregaciones, o sea, «familias de fe» con sus propios sacerdotes, en el seno de parroquias más amplias o en relación con ellas, en las que puedan compartirse los recursos. En lugar de celebrar la eucaristía los domingos en seis «familias de fe» diferentes, nos empeñamos en que todos participen en una gran liturgia. En las grandes parroquias que deberían representar una mayordomía fiel en términos de ecología y economía nos vemos a menudo obligados a organizar servicios de asistencia cristiana, a organizar «comités de asistencia cristiana» y a poner a disposición profesionales. Cuando alguien necesita algo, se notifica al comité que da una respuesta planificada —alimentos, por ejemplo, que se necesitan o se desean— y una persona encargada oficialmente escribe el nombre en una lista que es demasiado larga para poder recibir la debida atención. De esta manera se impide que reaccionemos naturalmente ante las necesidades humanas y se nos niega la oportunidad de utilizar nuestros dones al servicio de otros. Una «familia de fe» debe ser suficientemente pequeña como para establecer sistemas de apoyo que sean humanos. Es necesario asimismo que ofrezca un espacio y una oportunidad lejos del ruido y las tensiones de la vida. Solamente cuando contemos con un lugar en donde estar en silencio, es posible descubrir el significado y el propósito de la vida. Además, la «familia de fe» debe proporcionar curación mediante ritos de reconciliación en privado y ritos de unción en público, y pequeños grupos de oración en los que se comparta la vida humana en profundidad.

Las funciones que tenía la «familia tribal» pueden aplicarse a la «familia de fe» cristiana. Sólo pretendo indicar el camino. Lo que me parece importante es que la iglesia llegue a ser una «familia de fe», asumiendo las funciones de la «familia tribal», la naturaleza de una verdadera comunidad humana, y las características propias de un pueblo unido por el bautismo y el pacto. Esto implica una reforma radical de nuestras concepciones de la iglesia y la familia, así como una transformación radical de la estructura, la organización y los programas de la iglesia.

Conclusión

Creyendo que la «familia cultural» era el verdadero núcleo de la vida cristiana, hemos hecho de ella el centro de nuestras preocupaciones y hemos desarrollado programas de atención a las necesidades de las unidades familiares. Del mismo modo que no podemos ser cristianos por nosotros mismos, considero que es imposible ser cristianos si procuramos establecer la vida cristiana meramente o principalmente en familias con un único progenitor o en familias nucleares o en familias extensas. Ser cristiano es participar activamente en una comunidad de fe: la iglesia. El Nuevo Testamento no habla de familias, sino de una comunidad del pacto, de una koinonia, el cuerpo de Cristo; son imágenes de una comunidad exenta tanto de nuestras modernas herejías del individualismo como de la familia cultural ideal.

Necesitamos a la iglesia porque como seres humanos necesitamos el apoyo de muchas otras personas, de hombres y mujeres de todas las edades. Ni solos ni como miembros de una «familia cultural» seremos capaces de resistir a las presiones que se ejercen sobre nosotros para que nos adaptemos al carácter deshumanizante de la vida contemporánea, o de actuar en favor de la transformación de la sociedad.

Necesitamos a la iglesia porque no podemos, por nuestros propios medios o en el contexto de «familias culturales», vivir satisfactoriamente nuestras alegrías y nuestras penas, nuestras esperanzas y nuestros miedos, nuestra fe y nuestras dudas, nuestro amor y nuestro odio. Necesitamos una comunidad más amplia para compartir nuestras tragedias, que nos ayude en los momentos de necesidad.

Necesitamos a la iglesia para que nos ayude a conocer la voluntad de Dios para nuestras vidas. Ninguna persona o familia por sí sola puede discernir los espíritus o tomar decisiones perdurables en medio de las situaciones morales nuevas que nos desafían y que siempre están cambiando. Necesitamos, además, a la iglesia para que nos corrija cuando no hemos sido fieles, para ser perdonados y para reconciliarnos con la comunidad a fin de que crezcamos en nuestra relación con Dios, con nosotros, con nuestro prójimo y con el medio ambiente.

Esta comunidad de fe no es un sueño idealista, sino la realidad a la que Dios está llamándonos. La verdadera iglesia no es invisible, sino una comunidad visible que puede y debe verse y experimentarse. No es una experiencia efímera, sino una comunidad de personas profundamente comprometidas con Cristo, unas con otras y con todos los seres humanos. Con esa comunidad estamos llamados a comprometer nuestra vida y a vivir. Cualquier otro compromiso se deriva de éste. Sin embargo, la dificultad es encontrar ese tipo de comunidad de fe.

La cuestión es clara, al menos para mí. ¿Está dispuesta la iglesia a reformar su vida para que las congregaciones se transformen en «familias de fe» y a acoger en su seno a las diversas «familias culturales» en las que viven las personas? ¿Es capaz la iglesia de concebir y de tomar la iniciativa de desarrollar un ministerio educativo al servicio de esta reorganización de la vida y el ministerio de la iglesia?

La iglesia no debe continuar haciendo cosas para las familias que consisten únicamente en exhortarlas para que oren en el hogar, actúen juntos en nombre del Evangelio o eduquen a sus hijos en la fe cristiana. Aunque esas actividades sean valiosas y loables, la iglesia se equivoca cuando transfiere a la familia la responsabilidad de la fe y la vida cristianas.

La iglesia tampoco debe continuar haciendo cosas por las familias creando grupos de apoyo o de enriquecimiento personal o, lo que es más grave, asumiendo por sí sola la responsabilidad de educar a los niños en la fe.

La iglesia, como «familia de fe» debe comenzar a hacer cosas con las familias, pues el mejor servicio que la iglesia puede ofrecerles es ser una «familia de fe» para todos, sea cual fuere su estado social: persona separada, viuda, sin hijos, divorciada, único progenitor, familia nuclear, familia extensa, persona soltera que vive sola o en una «familia» con sus compañeros de cuarto o amigos. Debemos dejar de pensar en un ministerio de o para un grupo particular de edad, de sexo o familiar y comenzar a vivir juntos en comunidad como una «familia de fe».

Para que nuestras iglesias institucionales sobrevivan y respondan a las necesidades de la gente de nuestro tiempo tienen que transformarse en comunidades. O sea que nuestras instituciones religiosas «masculinas», disciplinadas, organizadas, programadas para el cumplimiento de tareas, deben llegar a ser comunidades de fe «femeninas», sustentadoras, de servicio. La iglesia necesita proporcionar una calidad de vida y de experiencia esencialmente diferente de la vida en la sociedad, para que la comunidad y sus miembros sean capaces de enfrentarse sin flaquear con los muchos otros aspectos de la existencia, de la vida en nuestros hogares y en nuestras numerosas instituciones sociales.

Si no hacemos esto, el precio que pagaremos será muy grande, particularmente en relación con la deshumanización creciente de las «familias culturales», de la sociedad y de la iglesia.

Solamente si creamos la vida comunitaria que caracteriza una «familia de fe» como alternativa de la iglesia institucional con sus programas y organizaciones, será posible que la vida sea y siga siendo plenamente humana tanto en las unidades familiares en las que las personas deciden vivir como en la propia sociedad. Es mi opinión que esa meta debe estar en el centro del ministerio de educación de la iglesia en el futuro.

Preguntas para la discusión

  1. El autor habla de las nuevas tendencias en la vida familiar en la clase media norteamericana. ¿En qué medida ese cuadro es también aplicable a los latinos inmigrantes o a los latinoamericanos en general? ¿Son también los problemas de la familia «temas candentes» en nuestras iglesias? ¿Cómo?
  2. Westerhoff afirma que las iglesias no han sido capaces de concebir o realizar programas que permitan hacer frente a las necesidades de las personas que no forman parte de una familia tradicional. ¿Conoce usted de algún esfuerzo que sí ha tenido éxito?
  3. Westerhoff critica a los autores que escriben sobre «la familia cristiana» designando maneras fijas de estructurar una familia y de asignar funciones a sus miembros, ya que «una familia cristiana no tiene nada que ver con estructuras ni con papeles». ¿Qué es lo esencial para que una familia se llame cristiana?
  4. La tesis del autor es que cada comunidad cristiana (iglesia local) debe transformarse en esa «familia de fe», esa «familia tribal» esa «unidad social fundamental de nuestra cultura moderna». ¿Qué transformaciones deben ocurrir en nuestras iglesias para que eso sea una realidad? El autor menciona cinco.
  5. Al analizar las familias norteamericanas el autor afirma que «algunas personas no son capaces de enfrentarse con la realidad del cambio histórico y la falsedad del mito de la caída de la familia eterna a la que deseamos retornar. Sin embargo, ya no podemos regresar a casa. En realidad no hay tal casa a la que podamos regresar». ¿Se refiere el autor a Génesis 3? ¿Si es así, cómo interpreta la obra salvadora de Dios? Si no, ¿a qué se refiere?
  6. Westerhoff asegura que «Los intentos de reformar y humanizar la ‘familia cultural’ o el Estado y sus instituciones, por muy importantes y necesarios que sean, nunca podrán ser adecuados o suficientes». ¿Cómo podemos resumir la «Tercera Alternativa» que Westerhoff presenta y evaluarla a luz de la Escritura y de nuestra experiencia?

[1]Maldonado, Jorge E.: Fundamentos Bíblico-Teológicos Del Matrimonio Y La Familia : Jorge E. Maldonado, Ed. Grand Rapids, Michigan, EE. UU. de A. : Libros Desafío, 1995, S. 128

Autor: John H. Westerhoff. El autor es profesor de Religión y Educación en la Duke University Divinity School, en Durham, Carolina del Norte, Estados Unidos. Ésta es una versión abreviada de su ensayo «The Church and the Family» publicado en 1983 en la revistaReligious Education, de la cual es editor.

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