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PERSONA, PAREJA Y FAMILIA Por Dr. Jorge Atiencia

Sin un entendimiento bíblico de lo que es «ser persona» será difícil el cultivo del carácter relacional del ser humano. No estamos solos al empezar aquí. Escrituristas tanto católicos como protestantes han empezado a considerar la importancia de este tema como anterior a una reflexión sobre el matrimonio y la familia.

En Génesis 1:26 y 27 encontramos el concepto bíblico fundamental de la persona humana (Hombre, en sentido genérico) y de su valor: hombre y mujer creados a «imagen y semejanza de Dios». Este concepto a nuestro modo de ver marcará toda una diferencia en lo que respecta a nuestra percepción de la conducta y realización del ser humano. Somos conscientes de que toda interpretación es limitada, pues está condicionada por el marco de referencia existencial e histórica en el cual se mueve el intérprete. Además, toda percepción de la Escritura es siempre «parcial y limitada», como nos recuerda San Pablo en 1 Corintios 13:12. Esto, sin embargo, no impide que se cumpla con la tarea hermenéutica con una actitud de diligencia y humildad.

EL PROYECTO DIVINO
Con respecto al texto «imagen y semejanza de Dios» (imago Dei), somos conscientes de la historia y de la variedad de su tratamiento. De todas formas, nos encontramos frente al hecho trascendental de que el ser humano fue creado «a imagen y semejanza de Dios», entendiéndose por ello que Dios ha dejado algo de sí mismo en el ser humano, lo cual le da una dignidad especial.

Somos conscientes también de que un entendimiento más acabado de este texto es imposible aparte de la encarnación. Jesús encarnado en medio de los seres humanos nos muestra mejor que nadie lo que significa la imago Dei. Aunque participamos plenamente de la afirmación de que Jesús es el camino para entender la imago Dei (Col. 1:15), por razones de espacio nos limitamos solamente al tratamiento de los textos en el libro de Génesis.

Antes de la creación del ser humano se da la creación del universo. Éste, una vez terminado, no parece tener un fin en sí mismo, sino que cobra su propósito con la presencia del Hombre. La naturaleza sirve de plataforma a la existencia humana. «Entonces… hagamos» dice el texto: ya puede hacerse al Hombre. Éste, a su vez, no puede entenderse divorciado del medio donde subsiste y logra su realización. Hecho el universo, Dios hace al Hombre. El texto hace también referencia a la pluralidad divina, la que interpretada con el resto de la Escritura, nos permite pensar que se trata de la comunidad divina, la trinidad, que se usa a sí misma como modelo en dicha tarea. No creemos que el texto insinúe un contenido específico, pero sí nos permite descifrar implicaciones coherentes con el mismo texto que, sumadas, dibujan a la persona humana.

El Hombre es creado, de acuerdo con el relato de Génesis, en relación directa con su Creador. Este vínculo directo parecer estar mediado por el «soplo de aliento de vida» (Gn. 2:7). El Hombre es ubicado en un medio ambiente, pero al mismo tiempo distanciado de él. Este «soplo», huella de Dios en el Hombre, determinará el curso de sus relaciones. Por él, Dios y Hombre quedan atados, y de aquí en adelante este último no podrá ser definido y comprendido sin el primero. Esto hizo del ser humano un «sujeto» y en consecuencia un ser en relación.

Ser hecho a «imagen y semejanza» significa también que Creador y criatura participan de una relación específica, como padre-hijo. Se utilizan las mismas palabras al hablar de Adán y su descendencia: «Y vivió Adán ciento treinta años, y engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen, y llamó su nombre Set» (Gn. 5:3). En tal condición, la relación entre Dios y el Hombre está mediada por la confianza (Gn. 1:28–30) y la aceptación (Gn. 1:31). El objetivo que Dios busca al entrar en este tipo de relación es que el Hombre se realice y tenga vida (Gn. 2:15–16). Pero es propio también de esta relación el establecimiento de límites que no sólo regulen la vida (Gn. 1:15–16), sino que también protejan las relaciones y la vida misma (Gn. 2:17).

La imago Dei, entonces, nos permite ver al Hombre como un «sujeto»: en relación con el Creador, alguien a quien se lo acepta, en quien se confía y quien está destinado a realizarse plenamente y disfrutar de la vida; todo esto enmarcado dentro de los límites que Dios establece para su bien.

En el texto de Génesis, el Hombre recibe de su Creador el mandato de «señorear» en el mundo creado. El Hombre es puesto como «soberano» del medio. Ningún otro ser creado recibe tal mandato ni es puesto en tal categoría; solamente aquel que es concebido «a imagen y semejanza» del Creador. imago Dei y «soberanía» están tan íntimamente ligadas que no pueden entenderse en forma separada. De hecho, estamos inclinados a pensar que éste es un factor determinante en el concepto de persona. A menos que el Hombre «señoree» sobre su entorno, no podrá ser visto como tal. Si no lo hace, deja de ser «sujeto» y pasa a ser «objeto», pues al no señorear se confunde con la naturaleza como un elemento más de ella. En esa tarea de «señorear», si el ser humano no ve al otro como compañero, sino que lo utiliza como objeto, atentará contra el imago Dei tanto en él como en el otro.
La comunidad divina misma se proyecta en esta comunidad humana, la bi-unidad hombre-mujer. Si la imago Dei es la proyección de la comunidad divina en la comunidad humana, entonces podemos apreciar el hecho de que varón y hembra son iguales y al mismo tiempo diferentes. Esta igualdad y a la vez diferencia es la que les permite al hombre y a la mujer una relación sin fusión, intimidad sin pérdida de identidad, acercamiento pero a su vez derecho al espacio psicosocial y espiritual necesario para crecer.

¿Cómo se explica esta igualdad y esta diferencia? Reflexionemos. La igualdad es percibida en el texto de Génesis al menos en tres aspectos: a) En su condición. Ambos son hechos a «imagen y semejanza», en ambos Dios deja su distintivo. Esto los iguala a un nivel muy profundo que, en último término, les permite relacionarse. Si el uno no ve en el otro el imago Dei, entonces la posibilidad de relacionarse y, en consecuencia, de comunicarse desaparece, pues ya no se ven como iguales. En su condición de iguales, hombre y mujer se respetan. b) En su vocación. Ambos reciben el mandato de señorear la tierra, a ambos Dios les confía la tarea de la mayordomía de la creación, a ambos Dios les encarga la reproducción y el cuidado de los hijos. En su vocación, hombre y mujer se necesitan. c) En su satisfacción. Hombre y mujer son hechos de tal manera que la mutua aceptación, recibimiento y goce son posibles. Para su satisfacción, hombre y mujer se aceptan.

Si la igualdad les permite relación, co-participación y aceptación, su diferencia les permite individuación y crecimiento. Su diferencia puede apreciarse sobre todo en su sexualidad y en su complementariedad. a) Hombre y mujer son creados seres sexuales «varón y hembra». Esta diferencia no radica únicamente en su constitución física, sino también en su forma de ser, de percibir el mundo, de reaccionar, de relacionarse, etc. Esta «diferencia» les permite acercarse mutuamente y relacionarse a un nivel en donde ambos aprecian el ser distintos y, a su vez, comprenden la razón de ser de la sexualidad misma. b) La diferencia sexual da lugar a la diferencia funcional, entendida en términos de complementariedad y no de competencia: el uno tiene lo que el otro carece y viceversa. Esta característica de complementariedad tiene rasgos universales, pero también particulares, como puede observarse en toda pareja. Esta diferencia hace posibles el enriquecimiento mutuo, la eficiencia y el desarrollo de una relación funcional entre un hombre y una mujer.

Una vez creados, hombre y mujer son vistos por Dios como «buenos en gran manera» (Gn. 1:31). En ambos encuentra complacencia. Nótese que el texto bíblico intencionalmente atribuye estas diferencias a la Creación, es decir, al diseño de Dios, y no las ve como estructuradas por la cultura. Las diferencias culturales se dan a partir de esta diferencia básica establecida en la creación.

LA RUPTURA DEL PROYECTO DIVINO
El capítulo tercero del libro del Génesis nos muestra a una humanidad que cruzó las fronteras trazadas por el Creador, lo cual repercutió en la experiencia de distorsión de la imago Dei, mas no en su desaparición. La humanidad pretendió dejar la imago para convertirse en Dei y esto significó, como lo había anticipado el Creador, la entrada de la muerte (Gn. 2:17). Esta «muerte» afectó la capacidad de relación del ser humano. Adán, el hombre, se esconde de Dios (Gn. 3:9–10), se avergüenza de sí mismo (Gn. 3:7 y 8), toma distancia del prójimo acusándolo (Gn. 3:12) y hace violencia a la naturaleza (Gn. 3:14–24). En pocas palabras, la esencia de «persona humana» queda afectada, truncada, distorsionada.

Por medio del pecado descrito anteriormente entra en la creación un elemento nuevo que ha sido acertadamente llamado «alienación». Ésta tomó varias formas (Gn. 3:7, 8, 11–12), pero en particular afectó el carácter relacional del ser humano, porque truncó la base misma de dicha «relacionalidad», la imago Dei. Ahora, hombre y mujer se esconden de su Creador aunque continúan «oyendo su voz», no porque Dios se muestre condenatorio, sino porque el hombre y la mujer ya no pueden aceptarse a sí mismos, son conscientes de que «estaban desnudos». Hombre y mujer se distancian, ahora se acusan, es decir, ya no se ven como iguales. Sin embargo, creemos que el efecto más profundo se nota en el manejo de las «diferencias». Éstas pierden su carácter de «idoneidad» y «complementariedad», y se convierten en motivo de conflicto. La mujer, antes vista como «compañera» es ahora la «causa» del problema: «…la mujer que me diste por compañera…» (Gn. 3:12). El hombre deja de ser el compañero que la miró acertadamente, conforme al proyecto de Dios, y, en consecuencia, la recibió (Gn. 2:23); ahora se convierte en un ser «acusador», incapaz de asumir su responsabilidad y manejar su autonomía. La diferenciación sexual, elemento que hacía posible la complementariedad que los acercaba, que les permitía el reconocimiento y enriquecimiento mutuos, que los hacía primeramente pareja, ahora los desubica, disocia y desequilibra. La mujer quedará escindida entre dos direcciones: una que la atrae hacia su marido (Gn. 3:16) y otra que la atrae hacia su autonomía. El varón, por su parte, responde también desequilibradamente: toma ventaja de esta situación y la explota, dominándola. Él ahora la ve diferente, le cambia el nombre: ya no es «Ishah» (varona), término que destaca su identidad (Gn. 2:23), sino «Eva» (madre de todos los vivientes) término que resalta su función (Gn. 3:20). La idoneidad ha quedado supeditada a la utilidad. La mujer pasa a ser un medio para lograr un fin. La sexualidad se ha reducido a sexo. El sujeto se ha reducido a objeto, y esto ha traspasado la historia. Podemos encontrar aquí las raíces profundas e históricas del machismo. La Caída, entonces, afectó la base misma del matrimonio y la familia.

De aquí en adelante hemos de presenciar una historia de acusaciones, explotación, segregación, racionalización y proyección de problemas, la que cobra mayor visibilidad en la estructura relacional de la pareja y la familia. Acertadamente ha dicho una autora argentina, «la primera división de la humanidad, no fue entre señor y esclavo, oligarca y proletario, sino entre el varón y la mujer».

LA RESTAURACIÓN
Afortunadamente, la gracia del Creador no ha dejado al ser humano en dicha condición. Dios concibió un plan de redención anunciado ya en el mismo contexto de la Caída (Gn. 3:1–20). La presencia de Jesucristo como Señor y Salvador significa para la humanidad la posibilidad de conversión: de un estado de no-relación (Gn. 3:7–20) a uno de relación (Jn. 1:11–12) y, en consecuencia, conversión a la posibilidad de volver a ser «persona» en plenitud de todo lo que ello implica.

La presencia de Jesucristo en la historia marca el advenimiento de una nueva era. Con él, el Reino de Dios anuncia las «buenas nuevas» de la restauración de la imago Dei: superar la experiencia de la Caída, ya que ésta no puede verse como normativa de las relaciones humanas.

El advenimiento de la nueva era en Cristo suscita el surgimiento de la «nueva humanidad» (Ef. 2:14–16). Las divisiones dadas a lo largo de la historia (raza, educación, sexo, clase) desaparecen, porque en Cristo «ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer» (Gál. 3:28).

Pero el Reino de Dios ha traído algo más que la sola restauración del imago Dei; ha traído un modelo y también unos recursos. El modelo apunta a la meta a la cual ha de aspirar la pareja y la familia: los recursos a los instrumentos que ha de usar para lograr dicha meta.

El texto al cual nos referimos para reflexionar sobre el modelo es Efesios 5:21–33. En este pasaje San Pablo retoma Génesis 1 al 3, y sostiene la igualdad y la diferencia del hombre y de la mujer que los llevan a la experiencia de la unión: «y los dos serán una sola carne» (Ef. 5:31). El matrimonio se da sobre las mismas condiciones de Génesis 1 y 2. Lo nuevo ahora es la introducción de un modelo que la pareja ha de seguir al relacionarse. Este modelo es descrito por San Pablo a la luz de la relación establecida entre «Cristo y la Iglesia» (Ef. 5:23). Marido y mujer se han de relacionar entre sí de la manera en que Cristo se relaciona con la Iglesia.

¿Qué implica este modelo? Creemos que varios elementos:

En primer lugar, el modelo implica un motivo. El trato entre esposo y esposa está mediado por el amor. Esto es posible sólo con una visión noble del ser humano: un concepto de muy alta dignidad del otro. El hombre ve en la mujer un objeto de amor, así como Cristo ve a la Iglesia. El hombre está llamado a amar a la mujer, así como «Cristo amó a la Iglesia». Este amor no apunta a una obligación; es más bien una acción, una decisión de la voluntad. El amor queda así rescatado de la dictadura de los sentimientos —algo tan propio de nuestro medio latino— con los cuales a menudo se lo confunde. Este «amad» no es tampoco conmiseración o lástima, ni «sobre-estimar» al uno y «sub-estimar» al otro. Este «amad» es la valoración del otro que provoca en mí acciones y no sólo sentimientos. Este «amad» es entrega, no de cosas —relación mediada por el consumismo— sino de «uno mismo» (Ef. 5:25). Al entregar mi ser me valoro y valoro al otro. Al entregar mi ser, hago disponible lo que soy y mi presencia para que el otro cuente conmigo, y en ese encuentro ambos hallamos la realización plena. Esto es ir más allá del justo reclamo de los movimientos feministas de «derechos para la mujer». Es, a su vez, una bomba en la base misma del machismo.

En segundo lugar, el modelo nos ofrece un ideal. El hombre ha de buscar para la mujer lo que Cristo busca para la Iglesia, «santificarla… a fin de lograr una Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante» (Ef. 5:26). Queda descartado para el hombre el buscar en el matrimonio a una empleada, una oficinista, un medio para la expresión de su sexualidad o una madre para sus hijos. Al entrar a formar «una sola carne», el hombre, por su entrega, busca la «promoción» de ella. El hombre no puede aspirar a nada menos que esto porque, entonces, él mismo se desvaloriza. Por «promoción» de ella entendemos el estímulo para su crecimiento (santidad) y la conservación de su identidad (sin mancha, ni arruga). Sólo así el marido inspirará «respeto» (Ef. 5:33) en su mujer y ésta, a su vez, valorará al hombre.

En tercer lugar, el modelo nos brinda una estructura. Con el modelo no sólo nos llega una dinámica y un ideal, sino también un orden. Reconocemos que aquí entramos en un terreno de controversia. San Pablo anota que el marido es «cabeza» de la mujer, la cual ha de ser su «cuerpo» y quien debe sujetarse a su marido (Ef. 5:23). Aquí se describen tres elementos de útil consideración: «cabeza» = autoridad-liderazgo; «cuerpo» = interdependencia; «sujeción» = papel. Es más que evidente que el texto no está hablando de condición sino de posición, y esto significa «función» y no clasificación, es decir, no significa superioridad o inferioridad. Si la pareja se une con un «propósito», entonces va a requerir que exista una estructura que facilite su consecución. Los estudiosos de la familia como sistema ven a la pareja como un «sub-sistema» y admiten el hecho de que autoridad o liderazgo, interdependencia y distribución de papeles son esenciales para que un sistema funcione. Si bien es cierto que el funcionamiento de un sistema depende de más elementos que los mencionados, estos son muy importantes. El ordenamiento, es decir, la estructuración de la pareja, obedece a las exigencias de su funcionamiento, su crecimiento, sus objetivos y no a la Caída. En Efesios, la estructura a la cual san Pablo nos introduce no está ordenada sobre la base de las «diferencias» entre hombre y mujer ni en términos de calificar al hombre como más fuerte y racional, y a la mujer como más débil y emocional. Se establece más bien por dos razones: por «orden del Creador» (así lo dispuso Dios) y por «propósito» (se requiere una estructura para lograr el desarrollo de la relación).

Las expresiones específicas que tome ese funcionamiento dependerán de cada caso en particular, pero, en términos generales, podríamos decir que la relación cabeza-cuerpo, autoridad-sometimiento coloca a ambos —hombre y mujer— en una situación de «interdependencia». Esto hace que el liderazgo del sistema familiar tome la forma de «co-liderazgo» y jamás de «dictadura». Por ejemplo, en la toma de decisiones: ¿cómo podrá «decidir» la cabeza sin contar con la colaboración del cuerpo? También podríamos decir que, en términos generales, el liderazgo del hombre debe seguir una agenda establecida por la Palabra de Dios: debe estar motivado por el amor, darse en el servicio y en el interés por la «promoción» de ella. La mujer, por su parte, estimula esto en el hombre por el respeto y la «sujeción», es decir la «realización» de la vida y las acciones de ambos, pero por sobre todo, al igual que la Iglesia, por aprovechar de la gran disposición y generosidad de su entrega. Al no sujetarse, la Iglesia no aprovecha la entrega de Jesucristo para su bien.

Contextualizando nuestra reflexión, descubrimos que en nuestro medio se presentan dos fenómenos: el deterioro del concepto de autoridad y la ausencia de autoridad. En muchos hogares, cuando el hombre asume su posición de autoridad, la entiende como su derecho a ejercer una dictadura. Pero también en muchos hogares el problema radica en que no existe ninguna autoridad. Surge entonces la angustia de la mujer, no por estar eximida de autoridad, sino por tener que ejercerla en demasía, ya que el hombre no está presente. Creemos que sólo el desarrollo de un modelo como el presentado en Efesios corregirá tanto el abuso como la ausencia de autoridad en nuestro medio. La literatura sobre la familia nos nuestra que uno de los grandes problemas del matrimonio no es el exceso de liderazgo sino su falta.

Otro aspecto importante en la enseñanza bíblica sobre el matrimonio y la familia, y que se destaca más en el Nuevo Testamento que en el Antiguo Testamento, es la disponibilidad de ciertos recursos. Esto implica que la Biblia ve la vida familiar como una experiencia dinámica, llena de posibilidades y riesgos. Además no la ve como una estructura autosuficiente, sino necesitada de recursos externos para su nutrición. Esto implica que para mantener viva y dinámica la estructura familiar, sus miembros han de estar creciendo continuamente. Sobre todo, si la pareja ha de aspirar a los altos ideales establecidos por Dios, necesita recursos que le encaminen hacia allá. Sin pretender ser exhaustivos creemos que los recursos más decisivos son: la gracia, la revelación, el Espíritu Santo y la Iglesia.

LA GRACIA. A través de ella Dios ha decidido tratar al Hombre: «por gracia sois salvos» (Ef. 2:8). Gracia es la expresión del favor inmerecido de Dios para con el ser humano caído. Mediante la gracia el hombre y la mujer han sido aceptados y redimidos. Hombre y mujer están llamados a vivir por «gracia» y no por «obras», y por lo tanto no tenemos que comprar afecto o aceptación de Dios. Mediante la gracia, hombre y mujer se encuentran libres para poder darse incondicionalmente en mutua aceptación y valoración. Por la gracia evitamos desarrollar relaciones posesivas o dominantes. Por la gracia somos libres para relacionamos sin fusionarnos.

LA REVELACIÓN. San Pablo en una de sus cartas expresa: «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia» (2 Ti. 3:16). La pareja es el primer grupo humano que habló con Dios. Ella, pues, tiene una larga historia de sensibilidad espiritual. Más que cualquier otro grupo humano está llamada a apreciar el valor de la revelación. La Palabra en manos de la pareja cumple un papel instructivo y de reclamo responsable. En la Palabra vemos un recurso de carácter preventivo para intervenir en la relación y regularla. Con este recurso la pareja y la familia cobran perspectiva, enfrentan las crisis, regulan su interrelación y se proyectan al futuro.

Los recursos de la gracia y la Palabra son indispensables para la familia cristiana. Gracia y Palabra de Dios afectan también a la persona dándole su valor y capacitándola para realizarse independientemente de la estructura y de la programación familiar. En el mensaje de la Biblia somos primordialmente personas, personas-en-relación sí, que luego optamos por la vocación del matrimonio o de la soltería.
EL ESPÍRITU SANTO. Descrito en Gálatas 5:22–25 y presente en la estructura relacional de la pareja y la familia, el fruto garantiza —entre otras cosas— la fidelidad, la compasión, la generosidad, la aceptación, la comunicación y la restauración con dignidad (Ef. 4:31–32). Facilita, además, el crecimiento y el goce de la sexualidad en el matrimonio.

LA IGLESIA. Vemos en este recurso la provisión de la «familia de Dios» (Ef. 2:19) para la familia moderna que está perdiendo vínculos con su familia extendida, pérdida a la cual autores contemporáneos atribuyen, en parte, la crisis de la familia hoy en día. Ubicada dentro del Cuerpo de Cristo, la pareja tiene acceso al apoyo de personas con dones especiales (discernimiento, consolación, consejo, experiencias compartidas, programas de enriquecimiento matrimonial) y, sobre todo, a una gran oportunidad de servir a otros y desarrollar aprecio por sus propios logros y méritos. La Iglesia se presenta también como un recurso muy valioso para los solteros, los separados, los divorciados y las llamadas familias «incompletas» o «reconstruidas». La Iglesia es el lugar donde encontrar aceptación, sanidad, apoyo y recursos para encarar la realidad muchas veces difícil. La Iglesia como comunidad terapéutica debe ofrecerles la oportunidad de interactuar saludablemente y evitar la marginación del resto de la sociedad.

LA VIDA FAMILIAR SALUDABLE
A través de los tiempos y en las distintas culturas, la familia ha tomado diversas formas y ha experimentado muchos cambios, pero jamás ha desaparecido. Engels vio a la familia occidental como el resultado de la ideología burguesa y pronosticó su desaparición. Skinner y Toffler, desde otras perspectivas, describen a la familia como una estructura caduca y antifuncional. En consecuencia, hay que buscarle alternativas, como el movimiento comunal y otros. Lo cierto es que a pesar de estas y otras opciones, la gente continúa casándose y teniendo hijos. Al afirmar que la familia pertenece al orden de la «creación», estamos de hecho asegurando su permanencia. Esto nos dice que el ser humano fue creado de tal manera que no podrá satisfacer sus necesidades básicas sin la familia. La forma en que se entiendan su estructura y sus fines será decisiva en el desarrollo de sus miembros.
La familia está diseñada para (y llamada a) ser un núcleo en donde se permite y se estimula el crecimiento integral de todos sus miembros y no meramente el de los hijos. Este crecimiento integral implica la satisfacción de las necesidades de procreación y sexuales (Gn. 1:27–28), afectivas (Ef. 6:1–4), intelectuales (Lc. 2:52), materiales (Lc. 2:6–7), espirituales (Lc. 2:52), relacionales (Lc. 2:21–38; 2:52), etc. Es decir, vemos a la familia cumpliendo las funciones básicas de reproducción, nutrición, educación y socialización, algunas de las cuales han sido descritas por la sociología y la psicología.

Con el ánimo de proveer este crecimiento integral, la familia, a la luz de la Biblia y reconociendo sus múltiples expresiones históricas y culturales, está capacitada para desarrollarse sobre la base de los siguientes principios:
RELACIÓN DE AMOR. Marido y mujer, padres e hijos —incluso amos y sirvientes— han de relacionarse mutuamente sobre la base del amor (Ef. 5:21ss.). El amor establece el marco de referencia que no solamente modela el patrón de relación entre los diferentes miembros del sistema familiar, sino que, a su vez, permite el crecimiento de ellos. Esta relación de amor de los padres, por ejemplo, equilibra su sentido conjunto de responsabilidad, dando paso a un co-liderazgo frente al resto de la familia (Ef. 6:4: «vosotros padres»). Ambos deben timonear el sistema —si los dos existen en la familia— permitiendo así la congruencia y evitando desequilibrios. Para mantener esta relación de amor se precisa de un «recurso» de afuera del sistema: «el Señor» (Mt. 1:19; Lc. 1:26–38; Ef. 6:4). Bajo el señorío de Cristo, la familia obtiene dirección, sabiduría y amor como complemento a la iniciativa humana.

PROVISIÓN AFECTIVA. La provisión afectiva no viene expresada en la abundancia de regalos, sino en la calidad de las relaciones. Esto significa hacerse presentes unos a otros, disponibles, solidarios y dispuestos a satisfacer necesidades. Esto, que en términos psicológicos y bíblicos es llamado «aceptación», permite el crecimiento de la confianza y, a su vez, reconoce la singularidad de la persona humana. Tanto la aceptación como el reconocimiento representan los elementos fundamentales de la identidad humana, que se traducen en un sentido de pertenencia y autonomía. La familia se convierte así en la provisión para el desarrollo de la identidad del ser. En la Biblia no encontramos sistematizados estos aspectos; nos apoyamos en el caso de Jesús como un ejemplo para señalar la pertenencia y la autonomía. Padre y madre están presentes en el momento de su nacimiento (Lc. 2:6); sus necesidades físicas le son satisfechas (Lc. 2:7); ambos lo rodean en el momento de crisis (Mt. 2:13, Lc. 2:41–52); hay reconocimiento y respeto por su individualidad (Lc. 2:21–38, 52); se establece una relación de comunicación que da lugar a la expresión de los sentimientos (Lc. 2:48–49); se reconoce y se maneja con discreción sus singularidades, las cuales no son motivo de distanciamiento (Lc. 2:49–50).

UBICACIÓN Y LÍMITES. La Biblia insinúa que cada miembro dentro de la familia tiene una función que desempeñar y que existen reglas que regulan sus relaciones. A su vez, provee los recursos que corrigen el quebrantamiento de dichas normas. De los hijos se espera obediencia mediada por los mandamientos (Ef. 6:1–12). De ambos padres se espera una participación activa que tenga en cuenta la «disciplina» y la «amonestación del Señor» (Ef. 6:4). Es decir, la familia funciona cuando cada miembro asume su posición y reconoce los límites que regulan las relaciones. Esto le da permanencia y estabilidad. Pero, a su vez, vivir bajo el señorío de Cristo y aceptar el proceso normal y necesario de desarrollo de la familia, representa aceptar y promover el cambio dentro del sistema. Los padres están llamados a «no provocar a ira», ni «exasperar» a los hijos (Ef. 6:4; Col. 3:21); la ira y la exasperación con frecuencia surgen por una posición inflexible que se apega a la regla y no se abre al diálogo. A diversas edades, la ubicación y los límites de los hijos en la familia se han de organizar de diferentes maneras. Sin embargo, creemos que una clave para el liderazgo de los padres es mirar el modelo de la paternidad del Dios de amor, entendido como consideración, comunicación, disciplina, respeto, conocimiento y perdón.

Dado el contexto donde nos movemos, creemos pertinente decir una palabra sobre el elemento disciplina. Creemos con el Dr. Narramore que la clave para el ejercicio de la disciplina es el concepto bíblico de persona. En nuestro esquema tomamos en cuenta a la persona creada, caída y redimida. Esto pone en perspectiva la disciplina y el ejercicio de la autoridad. La disciplina tiene, entonces, un elemento de propósito, corrección y promoción. Va más allá del mero cumplir las reglas o corregir su quebrantamiento; busca la formación de un ser responsable y la promoción de sus potencialidades. El ser caído no es el único que «merece» la disciplina, sino el creado y el redimido también. Quien ejecuta la disciplina está, entonces, en una posición de mayordomía y benevolencia. Disciplina no es dictadura ni permisividad; es mayordomía amorosa y obediente.

Se ha criticado a la familia actual por convertirse en una fábrica «domesticadora» de individuos en serie que mantendrán a toda costa el sistema social imperante. La familia, de acuerdo con los principios de la Biblia, no está para domesticar a los individuos, sino más bien para hacerlos responsables y capacitarlos para la vida en comunidad y en el servicio al prójimo y al mundo, a fin de cumplir con el mandato del Señor de «señorear» sobre lo creado.

IMPLICACIONES PARA LA PASTORAL A LA FAMILIA
La reflexión teológica anteriormente enunciada tiene implicaciones específicas en el ministerio cristiano. Percibimos tres áreas concretas de trabajo: la prevención, la intervención y la reflexión.
LA PREVENCIÓN. Implica una pastoral que investiga y profundiza. Nos parece de suprema importancia conocer los contextos socioculturales y los marcos de referencia familiares en los cuales se han levantado las personas. De alguna manera, esto nos permitirá entrar en contacto con las raíces de sus problemas, sus aspiraciones, su identidad, etc. Nuestra pastoral de prevención no ha de escatimar esfuerzos para lograr una instrucción intensiva sobre lo que es ser «persona». Creemos que es urgente la tarea de elaborar materiales al respecto, a fin de ubicarlo como un primer peldaño de la enseñanza sobre el matrimonio y la familia. El asesoramiento prematrimonial debe orientarse a estimular a la pareja a que explore su respectivo concepto de persona y que lo moldee a la luz de las Sagradas Escrituras. Los programas de enriquecimiento matrimonial también deben revisar el concepto de persona y las bases del matrimonio: deben ofrecer instrucción sobre la estructuración de la pareja y de la vida familiar, con énfasis en el adecuado manejo de la autoridad y la distribución de papeles. No pueden pasarse por alto los temas de la sexualidad y del adiestramiento en la comunicación.

LA INTERVENCIÓN. Significa acompañar a las parejas y familias en su desarrollo, sus crisis y sus conflictos. Significa acompañar a las parejas en la difícil pero compensadora transición del «amor romántico» al «amor de decisión» (Ef. 5:33). La idea de que el amor es un acto de la voluntad que hay que cultivar y nutrir es bastante foránea en nuestro medio. El amor ha sido identificado casi totalmente con el romance y la espontaneidad; de ahí que la primera crisis experimentada por la mayoría de las parejas surge cuando el romance parece haber llegado a su fin.
LA REFLEXIÓN. Consideramos de capital importancia la reflexión teológica y pastoral en dos áreas: la sexualidad y la familia. Hasta ahora la pastoral se ha enfocado en las personas como «islas», desconectadas de su sexualidad y de su contexto familiar. Por haber crecido en contextos reprimidos en cuanto al sexo y en medio de relaciones familiares muy conflictivas, muchos ignoran la riqueza, la complejidad y dinámica de las relaciones familiares, las «subestiman» o las rechazan. A muchos les cuesta creer que la familia es una entidad creada por Dios. La adecuada reflexión al respecto tendría como finalidad sanar conceptos y actitudes y, sobre todo, ayudar a los creyentes a sanar sus relaciones con sus familias de origen y convertirse en agentes de cambio dentro de su sistema familiar y social. Todo esto para la gloria de Dios y la extensión de su Reino sobre la tierra.

 

Autor: El Dr. Jorge Atiencia, consejero, y conferencista y escritor, oriundo del Ecuador, se ha especializado en la Formación de Liderazgo y en mentoría a familias. Recibió su Licenciatura en Publicidad y Mercadeo en la Universidad Central de Bogotá, la Maestría en Estudios Cristianos de Regent College, Canadá y el Doctorado en Terapia de Familia en Philadelphia, EE.UU. A través de su labor, busca interpretar la fe cristiana a las realidades del contexto Colombiano y Latinoamericano. Su pluma deja huellas y desafía a quienes lo escuchan o leen sus obras.  Actualmente es Director de un ministerio de Formación de Expositores Bíblicos.

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