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AUN EN LAS MEJORES FAMILIAS

Juan 4:1-42

En los tiempos bíblicos era de esperarse que una persona formara parte de un grupo familiar para sobrevivir.  En esta historia, por el contrario, nos encontramos con una mujer no simplemente sola, sino además aislada de su ambiente.  La razón parece ser sus consecutivos e infructuosos intentos de establecer una pareja y de formar –como todas o la mayoría de las mujeres de la época– una familia.

Una historia de fracasos amorosos

La mujer samaritana –cuyo nombre no registra las páginas de la Escritura– había tenido “cinco maridos” (v.18) y vivía en unión libre con otro más que tampoco era su marido.  Me atrevo a afirmar que esta serie de experiencias afectaron profundamente la autoimagen de esta mujer y su capacidad de relacionarse.  No hay ser humano sobre la tierra que pueda atravesar por cinco fracasos amorosos sin preguntarse: “¿Qué me sucede?  ¿Qué me falta?  ¿Soy normal?  ¿Carezco de …?”.  Hombres y mujeres, por igual, suelen ser afectados ante el rompimiento repetido de sus relaciones significativas, sólo que las culturas machistas y patriarcales se han encargado de establecer códigos de doble moralidad que condenan con más rigor a la mujer ante el rompimiento de una relación de pareja.

Cuando todas las compañeras de escuela de la mujer samaritana ya habían formado un hogar y procreado sus hijos –que en aquellos tiempos equivalía a conseguir un certificado de aceptación social, especialmente si producían un varón– esta mujer se debatía todavía en la tarea de retener a un hombre para formar pareja.  Sin esposo y sin hijos era, en su propio pueblo, como un ser de otro planeta.  Más aún, representaba, sin duda, una “amenaza” para las mujeres “decentes”, y una “tentación” para los hombres que podían percibirla como “mujer fácil”.  No había otro remedio que aislarla, como a los leprosos.

Pero los golpes más duros pueden ser los que ella misma se imponía.  Al no haber logrado retener como marido a ninguno de los cinco hombres en su vida, su esperanza de establecer una relación significativa con el sexto debía ser muy limitada.  Su autoestima debía estar erosionada, su autoimagen cuestionada.  Aislada por los demás, ella misma se había aislado; juzgada por los otros, ella misma parece haberse juzgado con más rigor.  Llegaba al pozo a recoger agua a la “hora sexta” (v.6b), al mediodía, cuando sus vecinas –según la costumbre– madrugaban por agua.  Así no tenía que cruzarse con alguien en el camino que le preguntase: “¿Cómo estás?”  Así no tenía que entrar en conversaciones al borde del pozo y dar explicaciones; así podía evitar que una vez más, sus heridas sean restregadas.

Una historia contemporánea

En mi consulta pastoral y terapéutica me encuentro con muchos “samaritanos” –hombres y mujeres– que han visto sus proyectos de vida en pareja o en familia hacerse añicos por circunstancias diversas.  Muchos cierran el corazón después del primer fracaso, otros intentan comenzar de nuevo y se dan otra oportunidad.  Unos encuentran maneras saludables de funcionar como solteros y solteras, como divorciados y divorciadas, como madres y padres solos; otros repiten –sin querer– los patrones disfuncionales de relación que heredaron de sus antepasados o de sus previos compañeros o compañeras.

Hoy más que nunca, cuando el modelo occidental de escoger pareja tiende a universalizarse a través de los medios de comunicación social,  cuando los rápidos cambios tecnológicos y los procesos migratorios han despojado a la gente de sus redes de apoyo, se corre el peligro de producir en masa generaciones enteras de “samaritanos”.  El amor romántico –basado exclusivamente en los sentidos– parece ser hoy el único punto de referencia para la pareja.  A la relación sexual se le ha despojado de los valores de responsabilidad, mutualidad, compañerismo, solidaridad y reproducción.  No se espera que las relaciones de pareja sean permanentes.

“Le era necesario pasar por Samaria”

Como terapeuta familiar fui entrenado para observar todos los detalles de una interacción, con la convicción de que nada de lo que se dice o se hace en una entrevista es superfluo, secundario o trivial; sino que todo tiene significado.  El pasaje nos dice que Jesús “salió de Judea, y se fue otra vez a Galilea” (v.3).  El escritor de la historia nos advierte que judíos y samaritanos “no se tratan entre sí” (v.9c).  Los Judíos mantenían una enemistad permanente con los samaritanos, por considerarlos una mezcla de razas y religiones.  Cuando un judío viajaba entre las dos provincias (Judea y Galilea) generalmente escogía una ruta que le evitara el contacto con los samaritanos a fin de no “contaminarse”.  Sin embargo, el evangelista Juan nos dice que a Jesús “le era necesario pasar por Samaria” (v.4).  Me pregunto, entonces, ¿qué necesidad tenía Jesús de transitar por esa ruta?  ¿No sería la de encontrarse con los samaritanos, comenzando con la mujer en el pozo para compartirles el evangelio, la buena noticia de que Dios “no hace acepción de personas” (Dt.10:17; Ef.6:9; Col.3:25)?

Esta actitud de Jesús, pintada magistralmente por el evangelista Juan, me infunde mucho aliento en mi trabajo con familias, especialmente con aquellas que han sido más duramente golpeadas por la vida, con aquellas que vez tras vez han saboreado el polvo de la derrota en sus intentos infructuosos de formar familias estables, saludables y nutridoras.  La convicción de que Jesús está de parte de los que sufren, de las mujeres excluidas de la sociedad, de los “samaritanos” de ayer y de hoy, me anima a seguir trabajando en situaciones en las que humanamente no veo mucha esperanza.  Con frecuencia confronto creyentes e iglesias cristianas que, en su afán de defender “la familia”, “la pareja”, “la moral”, se olvidan que su Maestro les tomó la delantera para “pasar por Samaria”.

Una opción arriesgada

“Pasar por Samaria” no fue una opción sin riesgo.  La reputación de Jesús como Rabino podía quedar gravemente perjudicada.  Ningún judío con sentido común habría insistido en pasar por Samaria.  Ningún rabino en sus cabales habría jamás consentido en establecer una conversación con una mujer y menos todavía con una samaritana de dudosa reputación, en un lugar aislado y en una hora inadecuada.  Pero Jesús lo hizo.  Sus propios discípulos que “se habían ido a la ciudad a comprar de comer” (v.8), a su regreso “se maravillaron de que hablara con una mujer” (v.27).

El evangelista Juan pinta a Jesús iniciando la conversación.  El tema es un elemento común a los dos, el agua.  Jesús está sentado junto al pozo, pero no tiene cómo extraer el agua que necesita para saciar su sed y aliviar su cansancio (v.6b).  La mujer tiene los medios para sacar el agua y compartirla.  Jesús, entonces, se declara necesitado: “Dame de beber” (v.7b). De esa manera se conecta con esta mujer necesitada.  Jesús no parte “de arriba”, desde una posición privilegiada.  Comienza “desde abajo”, desde donde está su interlocutora, se identifica con la necesidad, se “encarna” una vez más en el contexto específico de esta mujer.  Sólo así el diálogo es significativo, abierto, franco y provechoso.

La mujer está sorprendida.

“¿Cómo tú, siendo judío (hombre), me pides a mi de beber, que soy mujer samaritana?” (v.9).  Al declararse Jesús necesitado e identificarse así con la mujer en su necesidad, rompe dos barreras: la sexual y la racial.  Ahora puede proseguir la conversación.  En efecto,  la conversación se convierte en un diálogo teológico alrededor del “agua viva” (v.10-15), de la herencia religiosa de sus respectivos pueblos (v.12) y de la sed del alma.  Cuando Jesús le ofrece “agua viva” (v.10c), la cual no sólo calma la sed para siempre (v.14a), sino que produce el milagro de transformar al sediento en una “una fuente de agua que salte para vida eterna” (v.14c), la mujer ya ha bajado sus defensas y está completamente involucrada en la conversación.  Pide, entonces, el agua viva, pero como un medio para acentuar su aislamiento.  “Con el agua viva –piensa ella– puedo encerrarme en casa, en mi aislamiento y depresión.  No tengo que enfrentar la vergüenza de salir a medio día al pozo, ni el dolor de ser ignorada por mis vecinos”.  Responde, entonces, “Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla” (v.15).

Ya que el proyecto de Jesús no es alienar a la gente, ni confinarla en su soledad, lleva la conversación hacia el punto más sensible, más doloroso y más necesitado de un bálsamo: su vida familiar.  No hay persona que pueda permanecer indiferente a su propia historia familiar.  Sea que haya sido bendecida por su familia, o que haya experimentado mucho sufrimiento, los lazos invisibles y poderosos de la familia permanecen, sea como una fuerza liberadora o como una pesada cadena de opresión.  Nadie se libra “así no más” de sus familias.  En las familias se puede entrar, pero no se puede salir.  Seis abortos de familia en el alma de la mujer samaritana habían dejado una secuela de fantasmas que debían ser enfrentados.

Al corazón del asunto

Jesús percibe que para que esta persona disfrute del agua viva y para que se transforme en una fuente que salte para vida eterna, no puede seguir huyendo y escondiéndose, sus heridas deben ser sanadas, sus temores enfrentados, su autoimagen reconstruida, y sus relaciones restablecidas.  Jesús le dice, entonces, a la mujer “Ve, llama a tu marido y ven acá” (v.16).  La mujer admite, con franqueza, que marido no tiene, que está desprotegida, que cinco intentos fracasados han lacerado su alma y le han empujado al ostracismo.

En este momento, la mujer –a mi juicio– intuye peligro.  Este hombre amable, que se declara necesitado, que no tiene reparos en hablar con una mujer sobre tópicos espirituales, y que “parece… profeta” (v.19), se está aproximado demasiado, está pisando terreno privado; está tocando temas muy íntimos… y dolorosos.  Será mejor desviar la conversación a un terreno más neutral y seguro: el de la religión.  Es menos amenazante discutir opiniones y preferencias religiosas sobre, por ejemplo, el lugar “correcto” para adorar.  Así,  una conversación siempre se puede extender sin tener que llegar a una conclusión.  “Ustedes los judíos… nosotros los samaritanos… ¿quiénes tienen la razón?”.  Jesús no se deja atrapar por la falsa alternativa.  Plantea la nueva época que se avecina, la del Mesías, en la cual todo santuario ubicado geográficamente se vuelve obsoleto, ya que “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (v.23).

La mujer tiene ahora la opción de participar en el nuevo orden de los verdaderos adoradores.  Si este forastero se declaró necesitado de agua, ella puede también declarar su necesidad del agua vida que transforme su vida y la convierta en una fuente que salte para vida eterna.  Si este rabino arriesgó su carrera al hablar con ella, ella puede también confesar su esperanza en el Mesías “que ha de venir” (v.25).  Ante esta confesión de su esperanza y confianza en el reino mesiánico, Jesús le declara: “Yo soy (el Mesías), el que habla contigo” (v.26).

Un encuentro liberador

Un auténtico encuentro entre el Mesías esperado y la mujer necesitada de agua viva ha tenido lugar en Samaria.  El poder transformador y restaurador de Dios se ha hecho presente junto al pozo de Sicar.  La aceptación incondicional de Jesús a esta mujer quebrantada se ha hecho efectiva.  No sólo que hay esperanza para ella, sino que también un nuevo desafío para que su vida se convierta en un testimonio fiel del poderoso amor de Dios, en “una fuente que salte para vida eterna” (v.14).

La mujer, entonces, “dejó su cántaro, se fue a la ciudad y dijo a los hombres: Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” (v.28, 29, 39c).  La mujer que escondía bajo su velo y su soledad los repetidos fracasos sentimentales, sale ahora con la frente en alto en dirección al pueblo del cual se había distanciado.  La que iba al pozo a la hora menos frecuentada a fin de pasar desapercibida ha cobrado ahora un gran aplomo.  Ya no huye.  Ahora testifica de su encuentro transformador con el Mesías.  Convertida en un heraldo del amor de Dios, ahora invita al pueblo a encontrarse con quien le ha dicho todo lo que ha hecho, pero sin juzgarla; le ha hecho una radiografía de su pasado, sin herirla; le ha mostrado la frescura sanadora del agua vida, sin avergonzarla.

Un resultado espectacular

El resultado de su testimonio es espectacular:  “Muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer que daba testimonio…” (v. 39).  En América Latina, las iglesias evangélicas, mayormente de tipo pentecostal, están creciendo vertiginosamente.  Son mayormente iglesias que surgen entre los sectores populares, entre los pobres, los marginados, los olvidados por la religión oficial y por los proyectos gubernamentales.  Su comprensión del evangelio no se puede evaluar por la capacidad de poner su fe en declaraciones iluminadas, o en expresiones doctrinales abstractas.  El impacto de las Buenas Nuevas más bien se mide por los testimonios acerca del poder transformador de Cristo en sus vidas.  El borracho deja de beber; la prostituta encuentra una comunidad de apoyo para iniciar una nueva vida; el drogadicto abandona el vicio y se transforma en un testigo de Jesús; la madre abandonada encuentra en Dios su amparo y fortaleza y en la comunidad de creyentes su familia; el “macho” que engendraba hijos por doquier se transforma en esposo y padre fiel, amoroso y responsable.

La transformación de la mujer samaritana es elocuente.  Todos cuantos le conocen notan con certeza que algo le ha sucedido.  Su semblante ya no está desfigurado por los surcos de la melancolía; su sonrisa, ausente por mucho tiempo de su rostro, ha vuelto a iluminar sus ojos; sus pesados pasos, agobiados por la angustia y la culpa, ahora son ligeros; su voz es asertiva, diáfana, agradable al oído.  ¡Hay que verla!  ¡Se ha convertido en un signo viviente de esperanza!  Si alguien ha logrado realizar este milagro en la vida de esta mujer, merece ser conocido, escuchado… adorado.

La historia de este encuentro finaliza con la invitación que Jesús y sus discípulos reciben para quedarse unos días en medio de los samaritanos.  La historia de la salvación en Sicar, iniciada en el diálogo de Jesús con una mujer cuyos sueños de formar un hogar se habían roto repetidas veces, seguía tomando su curso. “Y creyeron muchos más por la palabra de él” (v.41), ya que conocieron en su propia vida que “verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo” (v.42).

La Samaritana y los Samaritanos – Juan 4:1-42

La historia de los samaritanos empieza con la conquista del reino norte de Israel por Salmanasar rey de Asiria en el año 722 antes de Cristo. (El reino sur se llamaba Judea.) La historia de la conquista y el nacimiento del pueblo samaritano están en 2 Reyes 17.

El pueblo samaritano era una raza mixta de gente de Babilonia, Cuta, Ava, Jamat y Sefarvayin. Recibieron su nombre de la ciudad capital del reino norte de Israel. Cuando ocuparon la tierra después de la conquista, Dios mandó leones para devorar a la gente porque no adoraban a Él. El rey de Asiria mandó a un sacerdote de Israel de regreso a su tierra para enseñarles como adorar al Señor. Sin embargo, cada grupo se fabricaron sus propios dioses y asignaron sacerdotes para ofrecer sacrificios en los altares paganos (2Reyes 17:29-33). Sefarvayin practicaban el sacrificio humano quemando a sus hijos como sacrificios a sus dioses.

Observamos el nacimiento del sincretismo de los samaritanos en el versículo 33, “Aunque adoraban al Señor, servían también a sus propios dioses, según las costumbres de las naciones de donde habían sido deportados.” Por lo menos los israelitas que se quedaban en la tierra mantenían una relación estrecha con sus familiares de Judá y algunos seguían adorando al Señor (2 Reyes 23:19-20; 2 Crónicos 30:1-5; Jeremías 41:4-13).

Eventualmente Judá fue conquistado por Nabucodonosor, rey de Babilonia y llevó a los judíos al cautiverio por 70 años. Luego, durante el reino de los persas, (537 antes de Cristo) los judíos regresaron para reconstruir el templo destruido por Nabucodonosor. Chocaron con los samaritanos sobre la construcción del templo.

Los samaritanos construyeron su propio templo en el Monte Gerizim. En los tiempos del Nuevo Testamento seguían adorando en el Monte Gerizim, el monte que la samaritana menciona en Juan 4:20. Sus escrituras consistían en solamente el Pentateuco, los primeros 5 libros de la Biblia. Rechazaron lo demás de las escrituras de los judíos, nuestro Antiguo Testamento. Insistían que el Monte Gerizim era el único lugar correcto para adorara Dios. Basaron su argumento en las bendiciones y maldiciones que Moisés mandó al pueblo a proclamar después de haber entrado en la tierra para conquistarla (Deuteronomio 11:29; 27:1-10).

Moisés mandó al pueblo a proclamar las maldiciones (Deuteronomio 27:14-26; 28:15-68) y bendiciones (Deuteronomio 28:1-14) entre Monte Gerizim y Monte Ebal. En un escenario espectacular con Josué como su líder el pueblo de Israel cumplió con lo que Moisés le ordenó (Josué8:30-35). En esta ceremonia, Josué cumplió con los mandatos para los futuros reyes de Israel (Deuteronomio 17:18, 19).

En los tiempos de Jesús, los samaritanos eran una raza odiaba por los judíos. Ya había siglos de pleitos entre los dos pueblos. Para la samaritana, era aún más difícil siendo una mujer y una mujer viviendo en inmoralidad con una historia de fracasos familiares.

Jesús anunció que él era el esperado mesías (Juan4:26) y que pronto venía un tiempo en que la adoración de Dios no sería centrado en un templo sino en el pueblo mismo (Juan 4:21-24). En Efesios 2:11-21Pablo nos da un panorama espectacular y ampliado de esta realidad. “De los dos pueblos:

“Porque Cristo es nuestra paz: de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando mediante su sacrificio el muro de enemistad que nos separaba, pues anuló la ley con sus mandamientos y requisitos. Esto lo hizo para crear en sí mismo de los dos pueblos una nueva humanidad al hacer la paz, para reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo mediante la cruz, por la que dio muerte a la enemistad. Él vino y proclamó paza ustedes que estaban lejos y paz a los que estaban cerca. Pues por medio de él tenemos acceso al Padre por un mismo Espíritu.

Por lo tanto, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular. En él todo el edificio, bien armado, se va levantando para llegar a ser un templo santo en el Señor. En él también ustedes son edificados juntamente para ser morada de Dios por su Espíritu.” Efesios 2:14–22

En este pasaje, la palabra traducida templo santo es la misma palabra para el lugar santísimo adentro del templo. ¡Que increíble imagen! Somos juntos ahora el lugar santísimo. Dios mismo mora en nosotros por medio del Espíritu Santo.

Autor: Jorge E. Maldonado

El autor es ecuatoriano de origen y pastor ordenado de la Iglesia del Pacto Evangélico. Actualmente reside en los Estados Unidos. Recibió su doctorado del Seminario Teológico Fuller en donde enseña como Profesor Adjunto. Es Presidente del Centro Hispano de Estudios Teológicos y ha escrito varios libros, entre los que se destacan Aun en las Mejores Familias (Grand Rapids: Eerdmans/Desafío), Crisis, Pérdidas y Consolación en la Familia (Grand Rapids: Desafío).

El presente artículo fue enviado por su autor para ser publicado en Teología y cultura. Anteriormente fue publicado como Capítulo 1 en Introducción al Asesoramiento Pastoral de la Familia (Nashville: Abingdon / AETH, 2004).

 

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