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AUN EN LAS MEJORES FAMILIAS

Lucas 15:11-32

DEBERES Y DERECHOS

Jesús, maestro ejemplar, supo en forma magistral extraer de sus observaciones cotidianas las más exquisitas parábolas para explicar en forma concreta las complicadas verdades del Reino de Dios. Esta parábola no es la excepción. Me atrevo a afirmar que Jesús la elaboró en base a su conocimiento personal de una familia de carne y hueso como ésta, puesto que todo el relato refleja la experiencia de una familia con una estructura definida y en un momento específico de su desarrollo.

No quiero desconocer que la intención primaria de la parábola, como la mayoría de comentaristas sostiene, apunta a resaltar el hecho del amor incondicional de Dios el Padre que se alegra y “hace fiesta” cuando un hijo, que ha malgastado su vida, vuelve en arrepentimiento y fe, y es restaurado a su calidad de hijo.

¿Dónde está la madre?

Como terapeuta familiar, entrenado a ver no sólo a los miembros presentes de una familia, sino también –y sobre todo– a los ausentes, ante el relato: “Un padre tenía dos hijos…” (v. 11), mi primera pregunta es sobre la madre. ¿Dónde está ella? ¿Por qué no se la menciona en ninguna parte del relato?

Es cierto que en el tiempo de Jesús sus mismos discípulos no contaban “a las mujeres y a los niños” (Mt. 14:21). En la cultura circundante no se mencionaba a las mujeres. En la sinagoga –según algunos relatos– las mujeres tenían que sentarse en un lugar secundario, detrás de los hombres. Pero Jesús resistió comportarse con las mujeres de acuerdo con los patrones de la época. Cuando nadie quería hablar con una mujer y menos con una samaritana de dudosa reputación –a tal punto que ella venía a recoger agua a mediodía cuando el pozo estaba desierto– Jesús inicia la conversación que la rescata de su soledad (Jn. 4:7-30).

Cuando sus discípulos se afanaban porque el Maestro no fuera perturbado por los niños –y las madres detrás de ellos– Jesús hace espacio para los niños, proclama que no deben ser impedidos de acercarse y los pone como modelos por excelencia de los que entran al Reino de los Cielos.(Mr. 10:14). Cuando la multitud enardecida quería apedrear a una mujer tomada en adulterio, según indicaba la ley, Jesús se interpone en medio y desarma a sus acusadores (Jn. 8:3-11). Cuando Jesús necesitaba de un merecido descanso iba a “la casa de Marha, María y Lázaro” (Lc.10:38-42) –nombra a las mujeres primero– y entablaba diálogos teológicos con ellas. Entonces, ¿por qué no menciona Jesús a la madre en esta familia?

Tengo una hipótesis sencilla que se confirma luego al observar cómo estaba organizada esta familia. La madre, seguramente, había muerto. No se nos dice cuando, aunque es obvio que no ha sido recientemente porque la familia ya no está en duelo. Sin embargo, su desaparición había forzado a una re-estructuración típica de familias que pierden uno de los progenitores: el hijo mayor se parentaliza, es decir asume responsabilidades del progenitor ausente para mantener el balance (la homeostasis) familiar. El hijo primogénito, que experimenta en carne propia la inexperiencia de los padres y en quien recaen las expectativas de ser “el ejemplo” de sus hermanos, es quien, por lo general, en un proceso del cual no es consciente, “decide” llenar los vacíos dejados — en este caso– por la madre. De esta forma se afirma en su papel de modelo: no hace reclamos a su padre (v. 12), al contrario, siempre le obedece (v.29b), se dedica al trabajo con ahínco (v.25) y no malgasta los recursos en divertirse con sus amigos (v.29c). En fin, es un hijo ejemplar. A él jamás se le hubiera ocurrido pedir a su padre la parte correspondiente de su herencia.

Una polarización

En una familia como ésta, con un hijo mayor modelo –objeto de envidia de los padres y de las madres del vecindario– se corre el peligro de una polarización de funciones, es decir, sus miembros se van a los extremos para mantener el balance familiar, como en efecto sucede en la familia que nos ocupa. De lo contrario, la pequeña barca familiar corre el peligro de virarse por el peso acumulado en un solo costado. Alguien tiene que poner el balance en la familia, y es el hijo menor –sin que lo haya decidido en forme consciente– que sale al auxilio.

Si el hijo mayor se ha especializado en sus obligaciones y deberes, el hijo menor se tendrá que especializar en sus derechos y privilegios. Si el hijo mayor trabaja con toda “responsabilidad” de sol a sol, el menor se divierte con toda “libertad”. Si el mayor ahorra para los malos tiempos, el menor despilfarra en diversiones ante los ojos aterrorizados de su hermano. Si un hermano se refugia en el trabajo como una manera compensar la pérdida de la madre, el otro llena la casa con amigos y con música a fin de alejar a la familia del dolor y la tristeza.

Toda polarización tiende a escalar, a producir conductas exageradas en sus extremos: a medida que el mayor dedica más horas al trabajo –pues “alguien tiene que poner el pan sobre la mesa”–, el menor se transforma en bohemio “irresponsable” en su intento de rescatar a la familia de la depresión y del aburrimiento. Esto, a su vez, activa mayores preocupaciones en su hermano mayor que se va a los extremos de su “responsabilidad”, lo cual en turno estimula conductas “relajadas” extremas en el otro, a fin de que la barca familiar no zozobre.

Este es en equilibrio muy agotador, frágil y delicado de mantener. Ambos hermanos están presos en una ilusión de alternativas dolorosas y malsanas: insistir en su posición extrema a fin de mantener el equilibrio, o ceder y sucumbir. Ninguno, en este punto, se da cuenta que a la polarización se la puede enfrentar por introducir cambios que involucren a los dos, mediante los cuales ambos decidan ser igualmente responsables y divertidos; disfrutar de sus derechos y ejercer sus obligaciones; trabajar y tomarse vacaciones.

En mi trabajo con familias encuentro otras polarizaciones similares. En hogares donde existen ambos padres, el padre se ha especializado en la disciplina de los hijos y la madre en dar afecto. La madre espera al padre con la lista de quejas para que ponga “las cosas en orden”. Él asume su rol con seriedad e impone sanciones. La madre piensa que tales medidas son muy drásticas y se ablanda con los hijos. El padre juzga que la familia va a la deriva y “ajusta los tornillos”. La madre cree que es demasiado para “los pobres chicos” y los consiente aún más, ante lo cual el padre… etc, etc. La escalada de conductas polarizadas puede llevar a situaciones verdaderamente intolerables. Los golpes de la vida o, cuando éstos fallan, el asesoramiento familiar pueden ayudar a reconocer la polarización, lograr acuerdos y ensayar nuevas maneras de relacionarse entre ellos y con los hijos. En este nuevo acuerdo ambos ejercen disciplina y ambos dan afecto.

Con frecuencia, una polarización no se resuelve sin una crisis en la cual, por la ansiedad acumulada y el agotamiento de los propios recursos, una persona –y una familia– está dispuesta a cambiar. La historia de la familia del hijo pródigo es un ejemplo admirable, como lo veremos más adelante.

La partida en busca de…

El v.13 nos dice que “no muchos días después, el hijo menor, juntándolo todo se fue…” Yo me pregunto sobre la edad de este muchacho. Me parece leer entre líneas que este joven –experto en sus derechos y privilegios– esperaba obtener su mayoría de edad para salir de la casa paterna. Tan pronto cumplió, digamos los 18 años (o su equivalente en el ambiente de su época) y cuando todavía estaban humeando las velas de su pastel de cumpleaños, se despidió de su padre y de su hermano, y partió lejos. ¿Qué buscaba ese joven? ¿Qué le impulsaba a salir de la seguridad que ofrece el hogar para enfrentar el mundo con sus demandas? Evidentemente, buscaba diversión, alegría, aventuras, libertad, experiencias, ¡vida!.

Además, todo joven, para completar su adolescencia, tiene una tarea impostergable que realizar: definir su identidad. El tiene que encontrar quién es y para qué sirve, cuál es el lugar que ocupa en el mundo y cómo va a encaminar sus esfuerzos para lograr su objetivo. En efecto, cuando se entra en la edad adulta sin un sentido claro de la identidad, se vive como perdido en el espacio, y se requiere retomar más adelante –tal vez después de muchos dolores, en una “segunda adolescencia”– esa tarea incompleta.

En un ambiente familiar polarizado, como parece ser el hogar del hijo pródigo, esa afirmación de la identidad resulta difícil de lograr porque los espacios para hacer ensayos se han reducido y la tensión de mantener los balances no saludables agotan todas las energías. Es notable en esta historia, que el padre –que ilustra a Dios mismo– no le detiene ni trata de persuadirlo a quedarse. De esta forma, acepta, reconoce y valora los derechos del hijo. De hecho, a ambos hijos les dio derecho sobre la herencia, y “les repartió los bienes” (v.12c).

Que un joven busque la libertad, la diversión, la identidad, la vida, es algo normal, natural y necesario. Encuentro que esos son derechos humanos básicos otorgados por el mismo Creador y confirmados vez tras vez en las Escrituras. Leo en la Biblia que a Dios le gusta la libertad, que le desagrada todo tipo de esclavitud. Cuando Israel padece servidumbre en Egipto, Dios “extiende su diestra” (Dt.15, Hch.7:34) para liberarlo, y envió a su hijo, para que por medio de su Espíritu nos libere “del pecado y de la muerte” (Ro.8:2).

Leo también en la Biblia que a Dios le gusta la alegría y la fiesta, que de Él procede “toda buena dádiva y todo don perfecto” (Stg.1:17) para bien del ser humano. Por eso San Pablo exhorta a los cristianos: “Regocijaos en el Señor siempre, otra vez digo, regocijaos” (Fil.4:4). Hallo que es la voluntad de Dios que nos encontremos a nosotros mismos a fin de cumplir con nuestra vocación en el mundo y en la historia. Encuentro también que la vida es un concepto clave de toda la Biblia y que Dios, el Dios de la vida, quiere que todos tengamos “vida y vida en abundancia” (Jn.10:

La crisis

Entonces, ¿por qué fracasó este joven? ¿Por qué una búsqueda legítima puede tornarse perjudicial y peligrosa? La respuesta la encontramos en el versículo 13, en tres graves errores que este joven –por su inexperiencia o su necedad– cometió. Primero, “juntándolo todo”, en forma impulsiva quemó todos los recursos. No hizo provisión para el futuro, no dejó ni siquiera una pequeña cuenta de ahorros en el banco local para una emergencia. Segundo, “se fue lejos, a una provincia apartada”. Se hizo la ilusión de que la mera distancia geográfica entre él y su casa paterna obraría el milagro de la diferenciación, la libertad, la alegría y la vida.

Encuentro en mi consultorio personas de todas las edades que han puesto entre ellos y sus problemas muchos miles de kilómetros, para descubrir, a la larga, que el cordón umbilical es muy elástico y puede estirarse alrededor del mundo.

Tercero, “allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente”. Es decir, escogió un estilo de vida frenético y desordenado, con el cual más bien boicoteó su búsqueda. Así por ejemplo, he visto cómo movimientos enteros por la vida, por la paz, por la justicia han tergiversado de sus propósitos iniciales y han fracasado, por creer que se podían conjugar altos ideales con estilos de vida destructivos.

Los resultados están vívidamente dibujados en la historia: “Y cuando todo lo hubo malgastado… y vino una gran hambre en aquella provincia… y comenzó a faltarle” (v.14). Se le acabó la fiesta. Descubrió que la diversión que se compra es tan efímera como el dinero que la consigue. Descubrió que los verdaderos amigos no son los que se hacen al calor de unas copas. Descubrió que la vida no es sólo privilegios, y que se requiere sabiduría y trabajo. De modo que buscó cómo ganarse la vida en una época de crisis económica y cómo no tenía ningún entrenamiento ni habilidades especiales, “se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentara cerdos” (v.15).

¡Qué tragedia para un joven con tantas aspiraciones!. Representaba el escalón más bajo al que un joven judío podía descender. Además era explotado, no ganaba lo suficiente ni para su comida por lo que “deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos” (v.16). La siguiente frase, “pero nadie le daba” (v.16) refleja su pasividad, su percepción de la vida de que todo se le tenía que dar, que todo le tenía que venir fácil, sin trabajar, sin tomar la iniciativa. A los judíos que oían esta historia de labios de Jesús, se les paraban los pelos de punta.

El versículo 17 nos dice que volvió “en sí”. ¡Al fin! Había estado “fuera de sí” y ahora recobra sus sentidos. ¿Qué obró el milagro? ¿El hambre implacable de un adolescente? ¿La soledad nauseabunda de la pocilga? ¿La toma de conciencia que no podía seguir en la vida esperándolo todo? ¿Los recuerdos de la casa del padre? Tal vez todo esto y más, no lo sabemos. Lo que si sabemos es que los cambios drásticos dentro de una período corto, la ruptura de los sueños, el aterrizar en una realidad distinta a la que había aspirado, etc., representan las posibilidades de una crisis.

El relato en este punto se torna crítico. Este joven que buscaba la diversión, ahora está deprimido. Este joven que buscaba la libertad, ha caído en la servidumbre de un patrón que le explota. Este joven que buscaba afirmar su identidad, está a punto de adquirir una identidad porcina. Este joven que quería encontrarse a sí mismo, “se ha perdido” (v.24b). Este joven que buscaba la vida, ha encontrado la muerte (v.24a). Pero una crisis no es del todo mala. Una crisis representa peligro, sí, pero también oportunidad. Las personas en crisis pueden salir acrisoladas a funcionar en un nivel más alto de posibilidades, o bien, pueden quedarse paralizadas, atemorizadas ó traumatizadas. Este joven en crisis opta por el camino de la oportunidad.

La conversión

El relato nos cuenta que en esta situación comienza un proceso de conversión que contiene por lo menos tres pasos significativos. Su primera reflexión es acerca de los “jornaleros en la casa de mi padre” (v.17). Ellos “tienen abundancia de pan” (v.17). ¡El trabajo es bueno, es provechoso! ¡Qué gran descubrimiento para este joven! Antes pensaba –me imagino yo– que el trabajo era para los esclavos, para los burros… y para su hermano, pero no para él. Ahora toma la decisión de volver a su casa y pedirle a su padre que le reciba “como uno de tus jornaleros” (v.19b).

En segundo lugar, está listo a asumir su responsabilidad, está listo a confesar: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (v.18b). Me imagino que antes su lógica le llevaba a culpar a otros de su situación: a su madre que se murió y no le dio todo el afecto, o a Dios que se la llevó muy pronto, o a su padre que no le puso límites más firmes, o a su hermano que acaparó todo el espacio del trabajo en la hacienda, o a la escuela que no le dio una buena preparación académica, o al estado por la falta de suficientes programas para la juventud, o a la crisis mundial o al desempleo. No quiero decir que todos estos elementos mencionados no influyan la vida de la gente. Reconozco que la forma como somos criados, la familia de la cual procedemos, el contexto social y económico en el cual vivimos tienen muchísimo que ver –mucho más de lo que somos conscientes– en nuestra manera de ser y actuar. Sin embargo, tarde o temprano, cada persona necesita enfrentar la realidad no como un simple objeto de la historia, sino un como un sujeto. Nadie es, ni puede ser, un ente pasivo a quien le suceden las cosas, sino que todos podemos ser activos y a pesar de las circunstancias adversas podemos manejar nuestra vida de la mejor manera dentro de las posibilidades de nuestro ambiente. Todo esto, significa asumir con mucha responsabilidad nuestros actos.

En tercer lugar, su reflexión y su discurso preparado no se quedaron en buenas intenciones, sino que actuó: “Y levantándose, vino a su padre” (v.20a). Recordemos que estaba lejos, en “una provincia apartada” (v.13b) y no tenía dinero para regresar a través de un medio de transporte. De modo que sacó fuerzas de su debilidad y comenzó a caminar en dirección al hogar paterno.

El encuentro

El versículo 20 es conmovedor. “Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le beso” (v.20b). Sólo el padre –que acertadamente representa a Dios en la parábola– pudo reconocer al hijo desde lejos. Sus vecinos no hubieran podido asociar al joven que salió hace unos meses (bien vestido, perfumado, con aires de conquistar el mundo y con dinero en el bolsillo) con este individuo que regresa (en harapos, débil, oliendo a cerdos y fracasado). Sólo los lazos familiares hacen posible el reconocimiento. En efecto la familia, a diferencia de otras instituciones sociales, es el grupo al que se entra y no se puede salir sino con la muerte, y a veces ni aún con ella. Entre padres e hijos, entre esposos y ex-esposos, entre parientes, siempre hay un vínculo que no es posible negar, aunque se intente.

El padre que no había ido a buscar al hijo en problemas –su sabiduría le indicaba que sólo debía esperar– ahora sale en carrera al encuentro de quien ya ha tomado la iniciativa. El padre intuye los cambios que se habrían tenido que dar para este retorno. Por eso no le deja terminar el discurso preparado y ordena a sus siervos hacer todo lo acostumbrado para restaurarle a la posición de hijo. Es más, manda matar al becerro gordo, el apartado para las fiestas religiosas o para ocasiones muy especiales, para hacer una fiesta. Las razones sobran: el hijo que había muerto ha revivido, el que se había perdido ha sido hallado, de modo que “comenzaron a regocijarse” (v.24c).

Si la historia fuera solamente del hijo perdido y restaurado, debería terminar aquí. Pero continúa, porque es una historia familiar. Lo que sucede en un miembro del sistema familiar va a afectar, por cierto, a los otros miembros.

Su hermano también es afectado, y el siguiente versículo se enfoca en él: “Y su hijo mayor estaba en el campo” (v.25a). ¿Qué estaba haciendo en el campo? Obviamente, trabajando. Me imagino que desde que se fue su hermano, él sintió la responsabilidad de redoblar el trabajo a fin de reponer la parte de la hacienda que su hermano se llevó. El relato nos dice que al aproximarse a su casa y oír “la música y las danzas” (v.25b), el hijo mayor no puede creer que esa sea su casa. “Desde que murió mamá –pensaba él– mi padre no ha hecho jamás una fiesta. ¿De dónde viene este escándalo? ¿Me habré equivocado de casa?”. Entonces llama a uno de sus criados, quien le explica lo sucedido. Entonces su reacción ocurre: “se enojó y no quería entrar” (v.28a). Las razones que expresa luego son claras: su hermano ha despilfarrado su herencia, ha consumido los “bienes con rameras” (v.30b) y su padre le recibe como si nada hubiera sucedido. ¡No es justo! ¡Aquí hay un hijo favorito: “¡tu hijo!” (v 30a)!

Entre las razones no expresadas de su hermano, me atrevo a formular una más, que por no ser consciente, pasa inadvertida. Cuando un sistema familiar sufre una pérdida o una añadidura, requiere un reajuste, una reestructuración, una re-distribución de funciones. En nuestra historia, cuando la madre falleció, los miembros restantes tuvieron que redistribuirse las tareas y funciones para seguir adelante. Al parecer el hijo mayor asumió una parte de las funciones de la madre: trabajaba con ahinco, cuidaba de papá sin desobedecerle jamás (v.29b) y no utilizaba los bienes de la familia (“tus bienes”, v:30b). Cuando el hijo menor salió de casa, esta familia tuvo que hacer otro reajuste. ¿Quién va a llenar de música la casa? ¿A quién se va a proteger, y reclamar a la vez, por su falta de cooperación? No hay indicios de cómo se hizo este reajuste, pero sí hay evidencias de que el regreso del hermano menor va a requerir de una nueva reestructuración en este ya fatigado sistema familiar. El “responsable” hermano mayor lo intuye y lo resiente. “¿0tro reajuste? ¡Es demasiado!”

Me da la impresión que el padre sabe que el más necesitado, el más frágil en este momento es su hijo mayor, y sale a rogarle que entrase (v.28b). El diálogo revela la mentalidad del hijo. Tiene una mente de siervo, no de hijo. Un hombre ya, mayor de edad, que produce con su trabajo los bienes de la hacienda, todavía se queda a la espera de que el padre le dé un cabrito para invitar a sus amigos (v.29c). No registró en su memoria que el padre también a él le entregó su parte de la herencia, al mismo tiempo que entregó la de su hermano (v.12b). El trabajo en la finca no es para él una alegría, sino una carga: “tantos años te sirvo” (v.29b). Por haberse parentalizado, no se dio el tiempo para vivir la adolescencia, no pasó por la etapa –normal, natural y necesaria– de la rebeldía, sin haber “desobedecido jamás” al padre (v.29c). Si su hermano necesitaba convertirse de sus privilegios a sus obligaciones, este joven “modelo” necesita también conversión: conversión de las obligaciones a los derechos, de los deberes a los privilegios, de las cargas a las alegrías.

Conozco muchos cristianos que se jactan de servir a Dios “sin descanso”, que se dedican al trabajo por los más altos ideales, como buenos siervos, pero sin disfrutar de los privilegios de los hijos de Dios, y jamás se toman un cabrito para hacer fiesta con sus amigos. Necesitan también convertirse.

Me recuerdo de un inmigrante latinoamericano en Los Ángeles, California, que llegó a los Estados Unidos en busca de un mejor porvenir para ayudar a su familia de origen. Como un buen trabajador pronto se instaló en un empleo permanente y fue al banco para abrir una cuenta corriente. La persona que le atendió le ofreció a escoger varios tipos de chequeras: unas pequeñas y sencillas y otras grandes, con paisajes de varios Estados. Él, orgullosamente, escogió las grandes y pintorescas. Cada mes enviaba un cheque a su madre que vivía con muy escasos recursos en un pueblito de Centroamérica. Le sorprendió que sus cheques no eran cobrados y decidió ir a visitarla. Al llegar a la casa de su madre, antes que él tuviera la oportunidad de formular su pregunta de los cheques, su madre le llevó de la mano a su humilde alcoba y le dijo, “Gracias, hijo, por enviarme esos lindos paisajes cada mes. Los tengo todos pegados en la pared como un adorno”.

Al visitar, como pastor, los hogares de mis feligreses, encuentro que muchos tienen gran aprecio por la Biblia y adquieren lindos textos bíblicos que los cuelgan de la pared:

“He venido para tengan vida y vida en abundancia.”

“Mi paz os dejo, mi paz os doy.”

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cansados y yo os haré descansar.”

Sin embargo, por diversas circunstancias no se apropian de esas verdades, no cambian los cheques, no disfrutan de los privilegios y los dones de Dios. Necesitan igual conversión que el hermano mayor de esta historia.

¿Cómo termina la historia?

Jesús no nos dijo cómo terminó la historia.  Nos dejó en suspenso. ¿Entrará el hijo mayor a la fiesta? ¿Se apropiará de la libertad de ser un hijo, o seguirá con la carga de un esclavo?

La historia da lugar para que ejerzamos la imaginación. Yo me imagino que el hijo mayor entró a la fiesta y la disfrutó. Al siguiente día, el hijo menor se levantó temprano para acompañar a su hermano al trabajo. Un trabajo compartido se termina más rápido, y los dos regresaron, desde entonces, a casa más temprano.

Descubrieron que los dos tenían tiempo para salir al pueblo y divertirse. Incluso –en mi fantasía– los dos comenzaron a asistir a la reunión de jóvenes en la sinagoga del vecindario y allí se encontraron con unas simpáticas muchachas con las que empezaron a salir. Se enamoraron y, como es natural, eventualmente anunciaron su compromiso.

El padre los mira satisfecho y le da gracias a Dios porque, en medio de las dificultades de la vida y a través de las diversas etapas del desarrollo familiar, ha cumplido con su deber de padre, ha completado la crianza de sus dos hijos. El también se siente libre y comienza a visitar a aquella vecina viuda que le sonríe cuando se cruzan en el camino.

En conclusión

Jesús no nos dijo cómo terminó la historia.  Nos dejó en suspenso. ¿Entrará el hijo mayor a la fiesta? ¿Se apropiará de la libertad de ser un hijo o seguirá con la carga de un esclavo? La historia da lugar para que ejerzamos la reflexión y la imaginación. ¿Cuál sería un final saludable –o feliz– para esta familia que experimenta profundas transformaciones en la etapa crucial en la que los hijos se vuelven adultos?

Autor: Jorge E. Maldonado

El autor es ecuatoriano de origen y pastor ordenado de la Iglesia del Pacto Evangélico. Actualmente reside en los Estados Unidos. Recibió su doctorado del Seminario Teológico Fuller en donde enseña como Profesor Adjunto. Es Presidente del Centro Hispano de Estudios Teológicos y ha escrito varios libros, entre los que se destacan Aun en las Mejores Familias (Grand Rapids: Eerdmans/Desafío), Crisis, Pérdidas y Consolación en la Familia (Grand Rapids: Desafío).

El presente artículo fue enviado por su autor para ser publicado en Teología y cultura. Anteriormente fue publicado como Capítulo 1 en Introducción al Asesoramiento Pastoral de la Familia (Nashville: Abingdon / AETH, 2004).

 

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